Sentado en un banco de un parque el hombre, ya mayor, miraba
con interés una piedrecita que había ido a parar entre sus dos pies, una
piedrecita normal y corriente, oscura, irregular su forma. Parece mentira que
no nos demos cuenta de la importancia de las piedrecitas, pensaba el hombre.
Están aquí desde milenios, son más ancianas que nuestra especie animal y apenas
las miramos. Sin embargo cada piedrecita tiene su propia historia, su destino
casi eterno. Esta, la que el hombre miraba con interés, ¿cuanto tiempo es de su
existencia? Cuantas historias alrededor de la piedrecita oscura entre mis dos
pies, que miro con una especie de fascinación. Claro, claro, a Dingo le gustaba
tanto que le tirase piedrecitas en el aire, él saltaba como un saltimbanqui,
arriba arriba saltaba mi amado perro de orejas puntiagudas y hocico como muy
esnob, mi amado Dingo que corría como una gacela en el campo verde (siempre lo
recuerdo verde) y yo lo miraba como se estudian las más bellas pinturas de este
museo que es la vida misma, corría y sus orejas apuntaban el cielo azul con
unas nubes de miles formas, el campo verde nos rodeaba como una cúpula amable,
yo tirándole piedrecitas que él buscaba como un cazador atento, piedras en el
aire bailaban como bolas de cristal, las patas de Dingo levitaban, su cuerpo
negro flotaba unos segundos en el aire y el tiempo entonces se ralentizaba, yo
veía el brillo de su pelo moverse como algas, con una lentitud acuática,
aquella energía luego se expandía, todo volvía a la normalidad, Dingo corría
como un loco, ladraba con su voz de tenor, y ahora que cosa tan extraña, esta
piedrecita tan común que nadie ve de repente parece un diamante pero deben ser
mis lagrimas que hace que una simple piedrecita cambia de forma y luminosidad
como mismo este corazón mío.
jueves, 25 de octubre de 2012
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