viernes, 2 de octubre de 2009

Los hombres de mi vida


Creo que los hombres en general son buenos, amables, inteligentes. En realidad me gustan mucho los hombres. Los encuentro atractivos, sexys, llamativos. Me gusta escucharlos, me encanta oír sus voces. Me gusta estudiarles la cara, los ojos y sobre todo las ojeras, que siempre me han parecido tan interesantes. El pelo también me gusta mirarlo, y las manos.


He conocido a muchos hombres, hombres buenos, como árboles verdes, hombres malos, ramas torcidas. Hombres insignificantes también, hombres tímidos, otros menos tímidos, otros muy atrevidos. Nunca he tenido miedo de ellos. Y siempre una debilidad para los hombres intelectuales, capaces de hablar de libros, de psicología, de espiritualidad. También hubo un tiempo en que si un hombre no acariciaba a mi perro, al conocerlo, le daba una excusa cualquiera para no verlo nunca más. Pero ya lo dije, en general he conocido a buenos hombres, hombres simples, sanos, perspicaces.


No sé porque pienso en ellos, hoy. ¿Será el viento, afuera? Que llama a mi puerta, trayéndome recuerdos. Muchas caras se me aparecen, Jon, de California, David, Toni, de Seattle, Boris, Louis, François… Son los más importantes, los que me han marcado. Los que han hecho de mí una mujer, o más bien, los que me han permitido ser mujer. Poetas y arquitectos. Esto mi madre no lo entendería. Mi madre se taparía las orejas y sus mejillas se enrojecerían, de repente niña triste y avergonzada. Pero, ¿vergüenza de qué? Claro que sí, madre, que lo quieras o no estos hombres me han inventado. Y yo nací otra y otra vez con ellos. Es así.


Me han enseñado a ser fuerte y a argumentar, bajo la lluvia, bajo soles y estrellas. Con Jon me gustaba hablar de política y él afirmaba que yo era una comunista frustrada. Y me frustraba tanto cuando me decía estas cosas, porque yo de comunista no tengo nada, no creo en ninguna filosofía política, no creo en los políticos, los políticos me dan asco (mi padre estaría satisfecho de mi). Yo solo creo en hombres que hacen el bien para los otros, y hay tan pocos y muchos; yo solo creo en una sociedad justa que no existe, aparte desde la interioridad. Y entonces Jon y yo nos peleábamos tanto… Chillábamos y los vecinos pensaban que nos pegábamos. Discutíamos hasta las pequeñas horas de la mañana, cuando el cielo se despierta y todo es tan suave…


Y ahora Jon ¿donde estas? ¿Acaso has existido? Parece mentira una cosa, y esto todas las mujeres lo saben, lo viven, y quizás los hombres también: pensamos: no seré capaz de vivir sin ti, sin él, no puedo imaginarme un despertar sin tu cuerpo amable y suave, y fuerte como el resplandor de la luna en agosto, a mi lado, siempre a mi lado, no quiero de un futuro sin tu voz, tus manos, tu mente cristalina. Y sin embargo un día llega y hemos hasta olvidado el tierno olor de tu piel, esta piel que tanto nos dolía, hasta el respirar dolía por tanta piel de Jon, y luego de Boris, y de Toni y de los otros. ¿Quién? Mis tantas vidas.


No todos los he amado con la misma pasión, no se ama de la misma manera todas las veces. A Jon lo amé con un entusiasmo rojo que me emborrachaba como el buen vino de Côtes du Rhône te embriaga, catando su vigor, refrescante y profunda en este hombre la tierra, el sabor del viento sobre la tierra en este hombre, en Jon, el sabor de la tierra cuando llueve…


Cada hombre su espacio dentro de mi espacio interior, de mis interioridades, dentro de mi mente, luz, claridad, algunas veces pozos oscuros. Pero recuerdo los buenos hombres, los que me han aportado algo positivo, los que me han permitido crecer y andar por el buen camino. ¿Acaso no es así, un encuentro con el Otro? Conmigo misma y ellos.


Recuerdo a Boris, en Arles un mes de septiembre, mes de vendimia, de abundancia frutal y él fue un fruto delicioso, gozoso. Nos quisimos con tanta fuerza, una energía ocre, color del otoño, una fuerza intensa como el paisaje de la Provence en aquel mes de septiembre calido, suave, sensual. Me parecía, Boris, el hombre más interesante de la tierra y lo era, con su percepción informática, su pasión para los ordenadores, su inteligencia analítica y racional y humana. Eran reconfortantes su objetividad y su paz interior, esta singular calma que me recordaba a mis gatos tomando el sol. Lo necesité porque yo era todo lo contrario. Hizo de mí una mujer un poco más sensata, mas tranquila, más buena. Y también más mala. Los hombres muy buenos siempre acaban pagando un precio duro. Y algunas veces me arrepiento de haberme ido de él, de haberme alejado de su suavidad, de su bondad de oso, animal tierno y compasivo en un momento de mi vida donde yo ignoraba lo que era la compasión.


Pero, ¿y que hacer? Una va andando en la vida, decía mi abuelita cuando le hablaba de mis hombres.


También me enamoré de un intelectual de pura lana, y seguramente mi abuelita también se hubiese reído conmigo de mis tonterías. Lo que me cautivó en François fue un Master que hizo sobre la dictadura de Sekou Touré. Un hombre así...me dije. Nuestra relación duró muy poco, unos meses. Y con que fuerza me arrastró este hombre, obsesionada que estuve por su visión global de una situación política, su empatía para los mártires de una de las dictaduras más duras y terribles que hubo en África. Me fascinaba su inteligencia y su espíritu aventurero en el mundo del análisis. Y su empatía, también los hombres podían sentir dolor, sentir esperanza, y escribir sobre ello.


Pero todo pasa, la vida pasa y los hombres pasan, esto afirmaba mi abuelita acariciándome la frente. Recuerdo ir a su casa del pueblo para consolarme y ella, a sus 80 años, era la única que sabia como hacerlo. Era con esta mujer de profundas arrugas y de gran belleza interior con quien mi corazón se calmaba.


Hombre… mis hombres, mis amantes, mis amigos, mis temibles enemigos, dragones en mi imaginación, dragones buenos y malos. Pero si lo más importante eres tú, susurraba mi abuela la bruja. Nunca le pedí una poción mágica para que los hombres que conocía se transformasen en príncipes. No era necesario, ya lo eran, a mis ojos. Estoy segura que tenia la receta contraria, la abuela: transformar estos príncipes en ranas para que me dejasen en paz. O yo a ellos.


Príncipes, si, de mi vida, que aparecieron en el buen momento, a veces en el mal momento pero es igual, enseñándome que no todo es fácil entre un hombre y una mujer. Enseñándome que para ser feliz no es necesario vivir con un hombre, y si se vive con él, aprendiéndome a diferenciarme de ellos, a separarme para amar mejor, a dejar de lado las tonterías del amor romántico, a conocerme más y más, a aprender a ser mujer libre, a amar mi soledad. El amor, con pasión, con ternura, luego existe la amistad. Esto y mucho más los hombres de mi vida me enseñaron. Y desde aquí les digo gracias.


¿Quien llama a mi puerta? Ah... solo el viento.

martes, 1 de septiembre de 2009

Cartas a nuestras madres

Cierro los ojos y miro este cielo tan gris y espeso. Pronto será otoño, mi estación preferida.


En mis manos este extraordinario libro que acabo de leer, unas bellísimas cartas de escritoras a sus madres: Letters to our Mothers, I’ve Always Mean to Tell You, An Anthology of Contemporary Women Writers. Y me queda como un pensamiento triste: ¿qué es lo que yo escribiría a mi madre?


Este libro, que es una joya, lo compré hace once años en una librería de segunda mano un mes de junio, en Montreal. Esta librería ya no existe, como ya no existe el Montreal que conocí. Y como ya no existen estas madres y hasta diría yo que ya no existen tampoco estas cartas escritas desde los sentimientos. Todo pasa, todo ya no está. Es la vida.


Me pregunto: ¿Qué es lo que yo escribiría a mi madre? ¿Cómo empezaría la carta? ¿Madre querida? ¿Mamita? ¿Mi querida mamá? Y como respuesta hay como un vacío, un cielo gris y triste como el que veo, cuando abro los ojos como buscando una respuesta, un indicio, un signo…


Estas cartas hablan de dos generaciones, dos mundos totalmente diferentes, hablan de percepciones, de símbolos, de mitos, sueños, proyecciones, de amores frustrados y pasión de amores, de venganzas, ritos, tradiciones. Es también un libro de recetas: como amar, como odiar, como perder y sobretodo como encontrarse con una misma escribiendo una carta a tu querida madre.


Y como volver a descubrir quien era la Madre, la que nos ha dado la vida, como volver a darle gracias por todo, por la vida y las muertes que este encuentro ha significado: llave clave en nuestro camino.


¿Quiénes son nuestras madres? ¿Cómo entenderlas (y del mismo modo entendernos) sin aceptarlas en sus oscuridades y en sus luces estelares, aceptarlas desde el amor incondicional como ellas, la mayoría, nos amaron? Nuestras madres somos nosotras, sus hijas, y nosotras también somos ellas, y así entramos en la danza, aunque no lo queramos, de la espiral, de la mándala de la vida. Que lo queramos o no, cierto. Y esta fatalidad es también nuestra salvación, nuestro camino de vida que hemos elegido aunque nuestras madres.


Para entender a nuestras madres hay que situarlas en su generación, nacidas en los primeros 25 años del siglo pasado. Hay que entender y aceptar la situación de aquellos años, la miseria y también la situación de la mujer. Hay que perdonar los amores que no eran tan incondicionales como se supone, los errores de educación. Y perdonar, entender nuestros actos de rebelión. Ellas también fueron rebeldes, sin embargo. También lucharon, a su manera, para darnos una educación, un sentido del ser Mujer.


Estas cartas, en este magnifico libro, son llantos, son risas, son historias comunes, simples y llenas de sentido. También son como un último adiós, a ellas que ya no están, la mayoría. Pero nunca es tarde para comunicar lo que no se ha dicho, lo no-dicho de una relación tan significativa como es la de madre e hija.


Quizás un día escriba una carta a mi querida madre. ¿Qué es lo que te diré, madre querida, que ya no te haya dicho sin decírtelo? Mis batallas, mis temores, lo importante que fuiste en mi crecimiento interior, lo importante que fuiste en mis miedos y mis fracasos. No se, no se… Quizás un día escribiré una carta para agradecerte, una carta para conmemorarte, un himno a lo que fuiste, y que seguirás siendo hasta mi muerte.

domingo, 16 de agosto de 2009

La forma de la noche







Es una noche tranquila y suave después de un día de mucho calor, de un calor que me recuerda el que hay en medio del Sahel, un calor amarillo y pesado, un calor de oro. Los vecinos de mi calle están reunidos tomando una cerveza, Tonio me invita, me siento al lado de Domingo, el vecino de enfrente que viene al pueblo en verano y que dice lo feliz que se siente aquí. Su mujer y su hija están con nosotros, los perros nos rodean y el cielo es azul como el mar Pacifico.

Mi vecino de repente me dice que su hija es su preferida. Tengo dos hijas, dice, pero esta es mi niña. Me quedo quieta, no digo nada, escucho. Hay como un silencio entre mi vecino y yo, como algo muy suave. Debe ser este amor que lo une a su hija, esto tan extraño que se llama amor entre padre e hija.

En esta quietud tan suave mi padre aparece, dentro de mí. No me lo esperaba. No te esperaba, padre mío. Tantos años que te fuiste y una se acostumbra, tan bien que mal, a la ausencia. Y de repente estás, con toda tu fuerza, esta fuerza que siempre he admirado. Porque lo quieras o no, padre mío, tu fuiste un héroe, mi héroe.

En esta tu presencia me pregunto si algún día tú también no dijiste, a un amigo o a un pariente, que yo era tu hija preferida. Y, francamente, no lo sé. No sé si me quisiste. Eras de estos padres que nunca expresaban sentimientos. Nunca me dijiste que me querías, ni yo tampoco desde luego. Una aprende, de los padres.

Sin embargo sé que me admiraste, almenos cuando era pequeñita, lo sé porque he leído las cartas que enviaste a tu madre y hablabas de mí, de lo bonita que me encontrabas, de lo alegre que me veías. Sé que sentías algo cuando me hiciste una cama para mi osito de peluche y cuando me regalaste un caballo de madera. Pero luego ya no sé. Luego todo fue tan complicado, yo solo veía las quejas y tu mal humor y la rabia y la pena.

Ahora ya soy grandecita, mi padre, y ahora entiendo muchas cosas que antes me parecían inconsecuentes o que me producían tristeza. Ahora no estoy triste porque sé que fuiste un buen padre, como es buen padre mi vecino que sigue en este espacio suave y cariñoso, mirando con admiración a su hija, haciéndose preguntas, viviendo este presente que pronto desaparecerá en la nada. Un presente en medio de una noche estrellada como el mar lo es durante las noches de verano. Y cuando vuelvo mi cara hacia mi vecino no verá mis ojos llenos de lágrimas, estrellas en mis ojos.

sábado, 23 de mayo de 2009

Despues, la lluvia


Siempre recuerdo aquel mes como el mes del cambio, el mes que hizo de mí un ser adulto, al fin.


No es fácil hacerse adulto. Y sin embargo llega un día en que una se mira en el espejo: algo ha cambiado, ya no soy la misma. Una se mira en los sueños: ya no son los mismos, ahora son más claros, más nítidos. Una para de tener pesadillas.


Soñé entonces, recuerdo, en una habitación verde y un hombre me miraba sonriendo. Y decidí pues, con alegría y sabor, con valor, que a partir de entonces solo conocería a hombres buenos. Punto final a los hombres que no aman a las mujeres. A los cabrones, a los egocéntricos, a los machistas.


Hacerse adulta, pensé, quizás es parar de buscarse en los otros pero sí buscarme a mi misma. Es encontrarme y amarme a mi misma. Estos fueron los primeros pensamientos que tuve, aquel mes de agosto pegajoso y extraño, sin lluvia, sin sol. Estirada sobre la cama leía sin parar a Virginia Woolf, a Erica Jong, a Colette. Por las tardes salía con Firgoff y hacíamos largas marchas en el bosque que rodeaba la municipalidad, que me llenaban de una vitalidad calida y verde.


Y es que una siempre cambia, después de un aborto. Una tiene que cambiar. El aborto lleva el cambio en sí.


El aborto siempre ha existido, siempre existirá, como los políticos, la mafia, la miseria. El aborto hace parte de la vida y de la muerte, es un acto de vida y muerte. Y de mucha soledad.


Es un acto femenino, el aborto. Un acto que incluye el cuerpo de la mujer, su vida, su libertad. Nadie sabe lo que es un aborto, solo las mujeres que han abortado lo saben. Y las que abortarán.


Yo tuve un aborto, aquel mes de agosto húmedo y extraño, y no me arrepiento de ello y más, digo que el aborto hizo de mí una mujer más integra, más fuerte y más valiente. Y todo esto, la integridad, la fuerza y la valentía, no se adquieren con facilidad. Abortar no es fácil, es una decisión muy importante, en la vida de una mujer. Es, quizás, la decisión más importante que una mujer tiene que tomar, cuando se presenta la situación. Nadie, ni los consejos de los amigos, ni las leyes, ni las palabras vanas de los trabajadores del Estado, pueden o llegan a ayudar en la toma de la decisión. Una se encuentra, de golpe, ante el vacío, ante un precipicio, ante la nada.


Recuerdo esta nada… Esta Nada… Esta búsqueda en esta Nada. Perdida en medio de lo que de repente era mi vida como parada en un cosmos sin respuesta, pero un Cosmos de repente presente, conciente, vivo alrededor mío, vivo dentro de mí, un Cosmos posible e infinito. Tuve muchas conversaciones con aquellas células vivas en mi cuerpo, aquello que podría ser, aquello que me impedía ser. Flotábamos juntas, sin rumbo, en un océano de incertidumbres, de preguntas sin respuestas, de incógnitas. De repente reflexionaba sobre mi misma, de repente solo contaba YO, este yo insignificante pero un yo que quería ser conciente, conciencia. Ni padres, ni madres, ni amantes, ni amigos, ni libros, solo existía este dialogo en mi misma, en mi cuerpo, en mi existencia, conmigo y con lo que crecía dentro de mí, parte de mí, parte del Cosmos y de las estrellas.


La llamé Kioto, esta presencia sublime, esta fuerza que hacia de mí un ser flotando en el Cosmos. Kioto… Kioto, mi vida, mi amada Kioto… Han pasado muchos años desde aquel mes de agosto, y sin embargo sigo emocionada al recordar aquel contacto, que duró 3 semanas. Kioto, le decía, perdóname, perdóname de devolverte a este universo infinito y vacío. A esta Nada estelar.


Y aquel capullo de vida sé que me ayudó a tomar la decisión. Sé que aceptó el sacrificio.


A finales del mes de agosto, de un largo verano húmedo y pegajoso y extraño, un día, de repente, empezó a llover con fuerza, con truenos y relámpagos, a llover sin parar. Con Firgoff salí en la calle, y durante largos minutos estuve parada en medio de una agua que caía del cielo, del Cosmos, agua reparadora, agua que limpiaba y suavizaba. El perro ladraba de alegría, saltaba de alegría, era un perro que le gustaba el agua, un Labrador negro y fuerte que adoraba mojarse. Daba vueltas alrededor mío, como cantando. Yo no cantaba. Yo simplemente, Kioto, dejaba que el agua resbalase sobre mí.


miércoles, 22 de abril de 2009

Un dia simple


Hoy es mi cumpleaños y he pensado mucho en mi madre. Ella, quien me dio la vida. Quien me dio la posibilidad de vivir, de crecer, de participar en este magnifico camino.


¿Tantos años ya? Pues si… y tan pocos. El tiempo pasa, corre, vuela.


Me hubiese gustado ir en algún museo en la capital pero no hay suficiente dinero. Tengo lo justo para la gasolina, los tiempos son duros, la crisis es dura. Sin embargo acepto las limitaciones de esta crisis, esto estoy aprendiendo con los años, acepto de vivir con simplicidad. No es fácil, ha habido tiempos mejores y habrán tiempos mejores y peores. Hay que aceptar lo que hay, este instante y solo él.


Este paseo con Laika, en el campo, es un buen regalo que me hago todos los días, y hoy es más precioso. Mirar a Laika correr y bailar sobre la hierva, sobre la piel peluda de este trozo de tierra; los pájaros, pocos, vuelan alrededor espantados por esta perra negra tan energética, este rayo negro que va y viene, este animal tan feliz y tan presente. Si alguien me preguntase quienes son mis Maestros diría sin pensarlo: los perros, mis perros. Ellos me enseñan la naturalidad, la paz, la aceptación del momento presente. Ellos, mis perros, son mis Maestros. Y Montaigne, claro.


Mi madre ya no está, se fue hace 5 años y me dejó sola, sola en este camino que es la vida. Dicen que el amor de los padres por sus hijos es el amor más grande que hay sobre la tierra. El Dalai Lama lo dice. Dice que hay que amar como aman los padres a sus hijos. Con compasión y paciencia, con sabiduría. Y sí, mi madre me amó mucho, mucho. Y yo sigo amando, mucho.


Hay una escena magnifica en la película del gran director de cine Andrei Tarkovski, Solaris, dónde un hijo se arrodilla y abraza, finalmente, a su padre. Pienso en esta película porque hace poco la volví a ver, una gran obra sobre la conciencia humana. Y arrodillarse y abrazar a tus padres es finalmente agradecer esta vida que tienes entre los brazos, este pedazo de tierra bajo tus pies, este sol, este cielo, y todo esto te es ofrecido gracias a tus padres. Y tus padres también son este pedacito de tierra que tus pies rozan, estas piedras más viejas que tus años de vida, estos insectos, este viento, este sol milenario, este cielo cósmico.


Laika salta como una gacela en este día de mi cumpleaños. Vamos andando hacia el pantano, descansaremos un ratito contemplando la vida palpitar bajo el agua verde y viscosa, miraremos con atención el palpitar de la vida de los insectos, de la hierva, del agua misma y luego volveremos tranquilamente a casa, haré un buen fuego en la chimenea, jugaré con Shiva y Zen, mis dos perritos de la pradera, escucharé música, leeré un poquito. Un día simple en un día de mi cumpleaños que acepto lo más simplemente posible.

viernes, 17 de abril de 2009

Tú nunca irás a Paris



Tú nunca irás a Paris.



Esto ha dicho mi hermana y yo he sentido como un latigazo en la cara.



Como es posible que la gente diga estas cosas, pienso. Que hablen sin pensar, que hablen sin pensar en lo que dicen. O que piensen estas cosas y que las digan.



Mi hermana me ofrece su perfil, casi perfecto, su nariz a la Sissy Spaceck, un perfil bien diferente al mío, hasta el punto que de repente me pregunto si realmente somos hermanas. Somos tan diferentes, físicamente y tenemos un carácter tan a lo opuesto. Ella, por ejemplo, es una mujer casi perfecta. Digo casi para no decir totalmente aunque muchas veces lo piense: gana mucho dinero, tiene como esposo un Mr. Right, y cuando se compra un coche lo compra cash. Por otra parte cada verano se va de vacaciones. El año pasado estuvo en Escandinavia, el año antes en la Patagonia y este verano piensan ir a Paris, en el piso de una doctora amiga de mi hermana. De ahí que yo dijese que cuando yo vaya a Paris podría también alquilar dicho piso. Entonces mi hermana ha certificado:



“Tú nunca irás a Paris”.



Me enciendo un cigarrillo mientras reflexiono sobre estas palabras, esta sentencia. Ya que se trata de esto: de una sentencia. Y de una anécdota que dentro de unos meses me hará reír, pero que por ahora casi me hace llorar, lo que no hago y me aguanto las lagrimas, como una gran mujercita, y le pregunto a mi hermana el por qué yo nunca iré a Paris.



“¿Pero que no ves que no puedes? NO tienes dinero y además con todos tus animales y tu marido…”



Y ya estamos en las divisiones y clasificaciones. ¿Cuándo habremos aprendido a dividir y a separar? ¿En la escuela? ¿Mirando la tele, cuando apenas sabíamos leer? ¿En la cuna? Dividir es sentenciar, me dijo un día mi profesor de literatura medieval. Creo que estábamos estudiando a Montaigne. El recuerdo del señor Parc me hace sonreír, cuanta razón tenia el viejo francés. Los racistas también dividen: aquí estoy yo, raza superior, y aquí estás tú, larva. Y los padres también dividen, sin darse cuenta: esta niña es más inteligente que su hermana, y todas las tonterías que los padres hacen sin darse cuenta de las prisiones que están construyendo.



Mi hermana, seria, sigue mirando por la ventana. Se oyen las voces de nuestros maridos que están montando una mesa para la comida ya que el sol está muy fuerte, como un manto amoroso. El perfil de mi hermana me inquieta, me recuerda lo diferente que somos y la incapacidad que siempre he tenido de decirle lo que pensaba de ella, vanidosa y soberbia. Miedos que siempre he sentido porque detrás de ellos siento mi rabia y cuando la rabia aparece también viene acompañada de violencia. Y me da miedo mi propia violencia.



“Sabes, te pediría una cosa: que dejes en paz a mis sueños y que sí, algún día iré a Paris, te lo puedo asegurar.”


No me gustan las sentencias, los estereotipos, y a la vez sé que es inútil cambiar la visión de los otros, solo podemos cambiar nosotros mismos. Y que es importante soñar, este verme en Paris rodeada de inmigrantes de todas partes del mundo, de verme andando bordeando La Seine, o ratón que soy, en alguna librería de segunda mano, y en algún museo y también buscando dónde vivió Colette y sola, sin marido, sin perros ni gatos, sola y libre en París.

miércoles, 8 de abril de 2009

El pequeño Dios de las cosas







Soy camarera de piso no por gusto pero por obligación. Es un trabajo duro, físico. Es un trabajo como cualquier otro y me gusta el horario. Además, trabajar en un hotel es muy entretenido, es como estar en un barco y muchas veces es un barco a la deriva.

Con los años he aprendido algo y es que el trabajo, sea cual sea, es un camino de aprendizaje.

Nunca hablo de esto con nadie, ni con mis compañeras de trabajo ya que ellas solo trabajan para ganar el sueldo y trabajan como en una prisión. Sienten que el trabajo es una cadena.

Mi trabajo es, para mí, una liberación. Y una de las razones de esto es porque soy capaz de ver el pequeño Dios de las cosas.

Tampoco hablo de esto con mi marido, del pequeño Dios de las cosas que hace de mi trabajo un camino muy especial. Mi marido es informático y es muy racional.

El pequeño Dios de las cosas es cuando hago las camas con cariño para que los huéspedes puedan tener una buena noche y se levanten de buen humor. Es fácil, es cuestión de ponerle atención. Atención en los gestos, por muy repetitivos que sean. Cuando el pequeño Dios de las cosas está presente nada es indiferente. Este pequeño Dios es alegría y atención.

Atención y alegría para que mi trabajo sea liberación.

El pequeño Dios de las cosas está en todas partes, en mi trabajo. En estas camas que hago, en el orden que pongo en la habitación, en la sincronía que procuro dejar, cuando cierro la puerta y paso a otra habitación. Sincronía, belleza, orden.

Mi pequeño Dios de las cosas me emociona, entonces puedo trabajar en paz, alegre. Los detalles, por muy insignificantes que parezcan, son suavidad y simplicidad. Me gusta la simplicidad, es reconfortante. Es la base de todo, creo. Es la base de la paz interior.

Simplicidad en lo que ven mis ojos cuando pongo orden en esta habitación de un desconocido. A veces es un libro, que acaricio con cariño cuando quito el polvo de la mesita de noche. Otras veces es una foto que el cliente ha llevado consigo, la foto de un hijo, de una novia, de un esposo. Me emocionan estos objetos que hablan de la vida. Me tocan hasta lo más profundo. Un pijama que pliego con suavidad, unos zapatos que enderezo, un osito de peluche que siento al lado de la almohada y que me habla de la inocencia, unas llaves que suavemente armonizo al lado de unos papeles. Perfumes y cremas de noche, a veces medicamentos, pinta labios, peines. Todo me habla de la vida, gracias al pequeño Dios de las cosas.

Otras veces es la energía de una habitación, que este Dios pequeñito me hace vibrar dentro de mí. Energía sutil que el cliente ha llevado consigo: energía amarilla, como si una luz habitase la habitación, energía gris cuando el cliente no está bien, energía roja, azul, energias inteligentes, otras un poco tristes.

Este pequeño Dios de las cosas no es tan pequeño como parece. Es inmenso, como el Universo. Yo lo vivo como un abrazo. Somos, los humanos, unos seres tan insignificantes frente a este Cosmos tan grande, frente a este abrazo tan grande y bello.

Y sin embargo hay grandeza en esta insignificancia nuestra. Hay majestad, hay palacios. Y todo esto, toda esta vida en lo más esencial e intimo, en lo vital y secreto, todo esto está en el pequeño Dios de las cosas.