sábado, 6 de noviembre de 2010

Los silencios de mi abuela


En las tardes de otoño siempre tengo cita con mi abuela.

Nos sentamos sobre unas viejas sillas que mi abuela tiene de antes de la guerra. Son unas sillas bajas pero muy confortables y parecemos dos gigantes sentadas sobre ellas, unas sillas que conozco de memoria, que podría reconocerlas los ojos cerrados, me gusta acariciar la madera, ya tan gastada y la cuerda, resistente como el mismo tiempo.

Mi abuela teje, me esta haciendo un jersey de color rojo, dice que el rojo es mi color. Pero no me ha dicho aun si es un buen color. A mi abuela no le gusta mucho hablar, mas bien diría yo que le gustan los silencios, estos espacios donde no se dice nada y se dice todo.

Mi abuela, que sabe mucho de la vida porque ha vivido mucho, es la única persona en la familia que es capaz de reconfortarme. La única que está presente, cuando le hablo o simplemente cuando estoy rodeada yo también por silencios suaves como la brisa, esta tarde, que flota en el jardín de su casita.

Es una brisa suave y yo creo que hasta azul. En otoño todo tiene color manso. Las gallinas se pasean con quietud enfrente de nosotras, concientes de que las estamos observando. Un gato negro esta sentado al lado de mi abuela, contemplando con desprecio a las gallinas.

Siempre el otoño me ha gustado y calmado. Se lo digo a mi abuela que ha posado su mirada suave sobre mí. Sin parar de tejer me pregunta si hay algo que me esta preocupando.


- No… pero sí.

- Y esto qué quiere decir, chiquilla. O es no o es sí. En la vida no se puede ir de dudas.


- Es que es muy complicado.

- Aun más para afirmarse.


Y durante un largo tiempo nos quedamos en un silencio reparador. No se si es la voz de mi abuela, o el sonido que hacen las agujas de tejer, un sonido a penas perceptible, o el cacateo de las gallinas que buscan gusanitos sobre la tierra.

Mi abuela nunca me ha dicho que la vida fuese un camino de sufrimiento. Nunca me ha dicho que tenemos que vivir sufriendo. Mi abuela no cree en Dios ni en el matrimonio. No te cases nunca  pero ama profundamente es una frase que me dice a cada vez que vengo a visitarla. Y: ¿Dios? ¿Qué Dios? Dios está aquí, señalando con sus dedos finos y elegantes el centro de mi cuerpo.

Cuando murió mi madre mi abuela fue la única en consolarme. Me acarició la frente, y las mejillas con un algodón perfumado. Me estiro sobre el sofá de su pequeñito comedor. Me preparó un pollo con vino. Luego me regaló un libro, que llevaba años en su vieja biblioteca, un libro pesado y antiguo, La Divina Comedia. También me hizo un masaje de pies y me escuchó llorar mis culpas y mis temores. Luego, al día siguiente, me llevó con ella al cementerio. Y estuvimos limpiando la tumba de una de sus hijas, la tía Ana, que yo nunca llegué a conocer.

Mi abuela es como una columna, su fuerza es inmensa. Pero nunca se lo he dicho. Un día me dio unas cartas de mi padre, enviadas desde aquellos años cuando estuvo en Francia, asqueado se fue para vivir en un lugar más respirable. Y me gustaría decirle, a mi abuela, que tengo la impresión de que soy como mi padre, que tengo que irme, que no estoy bien ni aquí ni en ningún otro lugar. Y que esto me produce miedo y temor.

- Este jersey, dice de pronto mi abuela, te dará energía.


- ¿Cree usted que necesito energía?

- Sí. Mucha.

- ¿Y eso?

- Cuando te vayas, sea donde sea, quiero que lo lleves puesto y que nunca te olvides que te quiero.


Luego sigue un largo silencio, suave como una brisa de otoño, un silencio que me aturde y confunde, que me apresa la garganta y yo procuro no llorar aquí, enfrente de mi abuela que sigue tejiendo como si nada, y contemplo con gratitud las gallinas que nos miran de reojo. Y el gato ha levantado una patita y es hora de que mi abuela nos prepare un buen café con leche con el biscocho que ha hecho para nosotras.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Los últimos momentos de la vida de Sarah

Sarah se despierta un poco sobresaltada. Ella no lo sabe, pero le quedan pocas horas para vivir. Nadie sabe estas cosas. En todo caso, esta mañana Sarah abre los ojos como de golpe, como subiendo ferozmente desde una gran profundidad  blanca para tomar aire, y durante unos segundos siente un gran vacío, algo muy  palpable, como una vieja piel de animal muerto entre sus manos, un vacío lleno  de tristeza y de soledad.

Poco a poco Sarah se va ajustando a su entorno, y se deja habitar por esta piel de todos los días, soy Sarah piensa, no cabe duda. Y acabo de tener una pesadilla, y por esto me siento así, tan extraña. ¿En que he soñado? Vuelve la cabeza de lado y mira a su marido que duerme cual un viejo apacible gato. ¿Cómo es posible que él duerma así, tan tranquilo, cuando yo acabo de llegar desde  un mundo tan frío y tan blanco? Porque ahora Sarah se va acordando del sueño donde ella va  andando por un camino y alguien la persigue, sí, eso, alguien detrás de ella,  todo sobre un camino nevado y de repente  un hoyo la traga y Sarah cae, cae… Y es cuando se despierta sobresaltada en este último día de su vida, esta última mañana en esta habitación tan querida donde siempre ella ha encontrado una cierta paz. Piensa Sarah.

En la cocina.

Sarah prepara el desayuno, un buen café con leche para ella y té para Salva. Recuerda súbitamente que de pequeñita su madre le contaba aquella historia tan triste  que ocurría en un país lejano y frío, un país de hielo donde todo era de cristal, las casas, los caminos, los árboles, las plantas, hasta los pájaros y era la historia de una niña que desaparecía bajo un manto blanco, intocable y lejano. Y profundo. Y nadie más supo de ella, de aquella ligera y suave niña de largos pelos de oro. Sarah mira con los ojos gran abiertos a su madre que es como una reina contando este cuento de los países del Norte, muy lejos dice su madre con esta mirada  de animal cansado, ahora Sarah se da cuenta de ello. Pero en este momento, tantos años después de la muerte de esta su madre que le sigue leyendo leyendas, ya es tarde para entender, para abrazar.


Paseo.

A Sarah le gusta salir de paseo después del desayuno. En realidad no es un paseo, o sí, todo depende desde donde se miren las situaciones, Sarah va a dar de comer a sus gallinas que tiene en un corral, arriba en el pueblo. El paseo es suave, como el tiempo. Hoy es ya otoño, piensa. Pasa delante de la casa de la Juanita.

-         Hija, tu siempre activa, dice la Juanita que esta sentada  tomando el sol sobre un banco de madera color yema.  Sarah piensa que Juanita se parece a una vieja lagartija.

-         Si, Juanita, voy a dar de comer a las gallinas.


-         ¿Y los nietos? ¿Cómo están?


-         Tomás esta un poco resfriado, luego llamaré a Paqui.

Es otoño y todo es siempre igual, hay como una continuidad sabida, conocida, apreciada. Juanita se parece a una lagartija simpática, el sol brilla como un inmenso diamante, los árboles son de un verde marino.


Santiago e Inés.

Al acercarse al corral siempre Sarah para en casa de Santiago e Inés y les saluda y les pide como están. Es una costumbre deliciosa, piensa. Santiago siempre la hace reír con sus historias rocambolescas sobre gente que ya no existe, que están enterrados en el cementerio del pueblo hace ya mucho, que son ahora de arena y de sal. Sarah dice: si no fuese por estos momentos, que sería la vida.

En estas palabras hay un poco de desánimo. Quizás el recuerdo, intrínseco, de alguna depresión que aflora a la superficie de este tan inescrutable océano interno. Ni Sarah lo sabe, ni Sarah lo entiende. Ríe con Santiago en este último día de su vida, ofrece esta sonrisa que maravilló, hace 40 años a un Salva elegante y moreno.

Tarde.

Ya falta poco para que de repente la vida de Sarah pare de existir, para que su corazón pare de latir, para que la humanidad de Sarah se transforme en algo misterioso, vacío de respuesta y de sentido. Falta poco pero Sarah no sabe, ni Salva que está hablando con un vecino sobre la leña que el ayuntamiento tiene guardada para la vecindad, ni los otros habitantes que siguen sus vidas como si nada tuviese que ocurrir.

Y yo que no conocí íntimamente a Sarah quiero imaginármela con esta ligereza de paso de gacela andando hacia su casita, tengo que llamar a Paqui piensa Sarah. Es un bello día de otoño, reflexiona mirando el cielo arriba, de azul claro,  de un azul clavo, manto despejado sobre la vida de Sarah que ya nunca podrá contemplarlo de nuevo.


domingo, 19 de septiembre de 2010

Ha muerto Sarah

Al traerles unos pastelitos Santiago e Inés me han anunciado la muerte de Sarah. Lloraban los dos, la conocían desde tantos años.
Y es así que los he acompañado aquí, en el tanatorio del pueblo vecino donde casi toda la familia de Sarah ya ha llegado desde el Norte del país.

En un tanatorio los visitantes son de variadas especies, todas muy interesantes. Hay los que lloran sin parar. Lloran inconsolables, tristes y desamparados, quizás hasta lloran por nosotros, por todos, por los muertos y por los vivos. Y hay los que están muy serios. Estos no lloran. Sus caras son como mascaretas rígidas e impenetrables. Hay los que pasan, amigos que se han enterado por otros vecinos. Estos miran como sorprendidos y quizás hasta estén felices de estar vivos. Siempre acaban hablando de otras cosas, del último coche o del ultimo partido.

Yo soy una vecina, no conocía mucho a Sarah, solo de haberla visto de vez en cuando cuando venia a traer restos de comida para las gallinas de Amparo. Una mujer elegante, muy agradable, siempre sonriente. Ha muerto esta tarde, de un paro cardiaco. Así, de repente. Sin más. Como si un rayo le hubiese caído encima.

Los hijos han llegado todos en el mismo coche, pálidos, como medio atontados. Al entrar en la salita se han oído sollozos que me han recordado el canto misterioso de las ballenas. Sollozos como oleadas, subiendo y bajando, unos más claros, otros más profundos. No se le puede nada enfrente de un sollozo de ballena, un sollozo de un ser que no entiende lo que está pasando, un sollozo que se alza en los aires como pidiendo una respuesta. Detrás de la vidriera yace el cuerpo de Sarah, dentro de una caja de madera oscura. Esta, para mí, es la respuesta.

Otra vecina se ha presentado con una caja llena de tacitas y un termo con café. Sus manos oscuras de trabajar la tierra han acariciado la frente de una de las hijas.

¡Mamá! otra hija ha chillado. Los hombres, afuera, se han mirado en un silencio íntimo.

Nadie entiende la muerte, por mucho que sepamos que es la única razón del vivir. Por mucha religión y por muchas historias inverosímiles, nadie la entiende, nadie la acepta, nadie la desea. La muerte llega, atraviesa vidas, rompe vidas, atraganta espacios queridos, separa.

En el lapsus de una hora se nos ha ido Sarah, dice el alcalde, su hermano.

En la salita se han infiltrado otros vecinos, entre ellos dos ancianas. Las miro de reojo. No sé porque pero las ancianas saben comportarse con elegancia cuando la muerte se presenta. Es cosa de experiencia, digo yo. Mis dos vecinas están sentadas y están presentes. Están. Son como dos columnas inmóviles, fuertes, imponentes. Solo mirarlas me produce una calma extraña y bienaventurada. El esposo de Sarah, sentado en frente de ellas, desconcertado mira fijamente sus manos.

Más tarde vuelvo al pueblo con Inés y Santiago. Los acompaño hasta la puerta de su casita, muy cerca de la mía. Nos deseamos buenas noches y si dios quiere nos veremos mañana. Antes de entrar en mi casa respiro hondo. Y me quedo un ratito mirando las estrellas allá arriba, muy brillantes.

jueves, 17 de junio de 2010

La sonrisa de mi infancia


Y si todo fuese un sueño, esta mesa rodeada de fantasmas, una parte de mi vida, yo sentada sobre la falda de mi madre sonriendo, mi padre mirando directamente el objetivo, mi tía la cabeza de lado, mi tío con su bigote, mi abuelita y mi hermana sobre ella, todo un sueño, algo que no ha existido nunca, no tiene que haber existido puesto que no siento nada, miro con curiosidad como si de otra familia se tratase, pero yo estoy allí, sonriendo, esta niña solo ríe escribe mi padre a su madre que ha venido como todas las Navidades, parece tan feliz, tiene que ser otra niña, yo no me recuerdo riendo, yo solo recuerdo tristeza, una tristeza que con los años he aprendido y adivinado que no era mía pero de mi madre y quizás también de mi padre, pero si siempre río debe ser para hacerles reír a ellos, para hacerles quitar esta manta triste de sobre sus vidas, digo yo que debe ser por algo tan profundo como esto, porque yo no recuerdo haber reído nunca, yo no recuerdo mi propia risa solo recuerdo chillidos, mal humores, peleas, es una preciosidad escribe mi padre a su madre y cierto, una sonrisa que siempre he guardado en mí, que siempre he dado sin ningún pudor, a todos, a desconocidos, a amantes, amigos, a compañeros de trabajo, a mis bestias, algunas veces a mi misma pero muy poco, algunas veces también en el espejo pero no mucho, nunca me he mirado muy intensamente en el espejo, solo de lejos ya que siempre he tenido miedo de verme, de ver mi rabia en los ojos, o la tristeza simplemente, y sin embargo, sin embargo esta foto es lo único que ha sobrevivido de aquellos años tan difíciles para mis padres, algunos meses mi abuelita venia a ocuparse de nosotras dos para que mi madre pudiese ir a descansar en una clínica, reposar de nosotras decía, siempre lo ha dicho, como me cansáis, que harta que estoy, el día que tengáis hijos sabréis por lo que he pasado, ingratas, y yo sonreía mucho, dice mi padre, a las piedras, a los gatos abandonados que mi madre hacia desaparecer, a los perros vagabundos, a mis padres, esta foto es lo único que queda, una reunión de familia en la noche de una Navidad que he olvidado.

domingo, 30 de mayo de 2010

Una cita a ciegas





Ya lo dije: mi tía no puede soportar mi celibato. O lo que ella cree mi celibato.

No entiende lo bien que una está sin necesidad de nada, viviendo en la simplicidad. No entiende la felicidad de la soledad, acompañada de libros y animales. Ella lo que quiere es verme con un hombre, cueste lo que cueste. No se porque, francamente. Ya, algunas veces, me ha presentado algunos, la mayoría muy serios y bastante aburridos. El ultimo me estuvo hablando durante tres horas de un tal Tesla… y yo sin entender ni piu. En sus tardes de té mi tía me los ha ofrecido en una bandeja al lado de algún pastelito de crema. Y yo siempre, pero lo que se dice siempre, ni fu ni fa. Soy bastante dura en este sentido, hay que decirlo.

Pero mi tía es una mujer persistente, con mucho carácter y no es por nada que mi tío, cuando tenía ganas de fastidiarla la llamaba: la mujer con patas de burra. Y seguidamente me hacia un guiño porque a cada vez mi tía se acercaba a mi tío con su monedero de piel de vacuno y se lo enseñaba diciendo: tú estas aquí gracias a esto. Así que cállate o el burro se larga y te quedas sin cena. Y mi tío bajaba la cabeza sonriendo.

A mi tía la conozco lo suficiente para saber que quiere que me case con uno de sus amigos, o un amigo de un amigo, hombres de bien pero yo ni hombres de bien ni hombres de mal. A mí que me dejen en paz, por favor. Siempre, pero esto en todas las épocas, a las mujeres sin hombres las han fastidiado. Y tratado muy mal. Además ya es muy tarde para estas tonterías. Como no recordar a las solteronas, las liberadas de la época, las únicas que podían viajar y pasárselas bomba. Pero no, tenían que apuntarlas con un dedo y hasta tratarlas de locas, de insanas, de histéricas. Las histéricas eran más bien las casadas, obligadas de cocinar sin tregua para sus queridos esposos. !Válgame dios¡ Vaya regalito.

Fue gracias a mi tía que un día conocí a Eduardo, mi amigo obsesionado por los Iluminatis y por la teoría de los reptiles. Todos tenemos nuestras manías, no cabe duda. Pero esta, la de creer con fe absoluta que unos tíos sentados en lo alto de una pirámide, (y además con cabeza de serpiente o de lagarto) sean capaces de controlar el curso de la humanidad me parece la más inverosímil. Se lo he dicho varias veces a Eduardo, le he pedido amistosamente que cambie de manía.

- ¿Por que no te interesas en los volcanes? Dicen que hace falta una nueva generación de estudiosos en este tema que parece muy interesante y los volcanes están de moda.

¿Y qué me contesto Eduardo? ¡Que los volcanes estaban controlados por los Iluminatis! Me quedé de piedra. Hasta se me fue la sangre de la cara y tuve que tomarme un traguito de alcohol de hierbas que una de mis vecinas recibe de una de sus primas, allá en el Norte. Aquel día sentí mucha ansiedad por Eduardo, una ansiedad que se me ha ido, evidentemente, porque hay que aceptar a los amigos como son, con sus locuras. El siempre me recuerda que yo estoy obsesionada por la sangre que corrió en las trincheras. Entonces mejor callarse.

A Eduardo lo conocí pues en una exposición donde mi tía me envió por un recado, un recado inventado por supuesto. Mi tía, MI TÍA, me había preparado una cita a ciegas con un tal Eduardo, profesor a tiempo parcial de matemáticas de mi primo pijo Julián, el niño mimado de mi tía. Mi primo Julián, que no tiene ninguna manía en particular y esto hace que no es un primo interesante se siente sin embargo atraído hacia mujeres con mucho dinero. Y yo, francamente, no encuentro interesante el estudio de estas mujeres que parecen de cera, que son delgadas como velas y que tienen un cerebro de pajarito. Me importan un bledo las ricas de Marbella. Pues a mi primo le encantan y adora las bobadas que dicen y de la manera que visten. ¡Hasta mira un programa en la tele sobre ellas! Cuando le dije muy seria un día que se asemejaban, bajo mi humilde punto de vista, a unas prostitutas de categoría, (y no dije baja categoría para no clavarle el puñal más a fondo) mi primo cesó de hablarme durante varios meses. Parece ser que le pidió a mi tía que parase de regalar pastelitos de fresa a mis perros, que los adoran. Increíble pero cierto.

Eduardo vino pues a mi socorro, aquella tarde de otoño, cuando entré en la sala de exposición. Yo tenía entre mis manos un sobre de parte de mi tía para un tal… Eduardo. Luego me hizo visitar la exposición que era de un pintor muy conocido y admirado y muy moderno, de estos que lanzan con fuerza bestial el pincel sobre la tela blanca e inmaculada y lo que queda sobre ella, rasguños y tonterías, los expertos lo llaman Obra de Arte. Cuando se percató de mis bostezos, después de ver unas cuantas de estas malditas Obras, me pidió si aceptaba de acompañarlo a cenar. Entonces le dije que no. Que no aceptaba de ir a cenar con un hombre que admiraba rasgaduras artísticas. Y fue cuando me dijo que lo que a él le interesaba eran los trabajos subterráneos y misteriosos de los Iluminatis. Y me confesó que mi tía había montado nuestro encuentro. Pero esto yo ya lo había sospechado antes.

Acepté la invitación de la cena, después de todo empezaba a tener hambre. Fuimos a un restaurante de estos que comes muy poco pero pagas mucho, pero bueno, era con el dinero de mi tía. Fue entre dos platos minúsculos que me di cuenta de lo loco que estaba Eduardo. No paraba de hablar de sectas, de fin de mundo, de control de la atmósfera con maquinas extraordinarias, de eugenismo… Yo lo miraba y estudiaba como de muy lejos para no entrar en su locura. Los ojos le brillaban mucho pero se notaba que todo esto le hacia sufrir. Era muy sensible al dolor de la humanidad, dijo. Esta humanidad que pronto desaparecerá en un cerrar y abrir los ojos ya que la mayoría de la gente se pasaba la vida entre el trabajo y la tele sin percatarse de nada. Y ahora sin trabajo y solo con la tele. En esto ultimo tenia razón, el pobre Eduardo. Se puso muy contento cuando le dije que yo había regalado mi televisión a una vecina a cambio de una docena de huevos cada 15 días.

Después de la cena, si se podía llamar aquello una cena, decidimos ir al cine. A Eduardo le gustaba el cine clásico, a mí también. Daban en la filmoteca una de Chaplin, El Gran Dictador. Le pregunté si Chaplin había sido un Iluminati. Me dijo que posiblemente pero no estaba seguro. Que me llamaría aquella misma noche para decírmelo. Y desde entonces de vez en cuando, ya lo he dicho, Eduardo me llama hacia las tres de la madrugada para notificarme algo, o que los Iluminatis acaban de emprender una nueva cabala, o un nuevo plan, o que la guerra esta a punto de empezar, y que se yo cuantas otras cosas. Es bastante pesado.

Después de aquella verdadera obra de arte de Charlie Chaplin fuimos a tomar un café.

- Oye, ¿y que le decimos a tu tía? La pobre estará muy decepcionada.
- Mi tía es una pelma. Le podemos decir que no nos gustamos en nada. Que no soy de tu agrado porque a ti te gustan las gorditas. Y yo le diré que los hombres que tienen que perder algunos kilos me caen fatal.

Se quedó pensativo, un poco triste de tener que perder algunos kilitos de grasa. No le dije que a mi me gustan más los hombres rellenitos que los que presumen de delgadez. No vaya a ser que se hiciese ideas en la cabeza. Aquella misma noche, más tarde, me confirmó por teléfono que Chaplin no había sido un discípulo de los Iluminati. Y me aseguró que el lunes iría en busca de algún gimnasio. Dije vale, vale. Y seguí leyendo, en paz y sola, a Maurice Genevoix en su Ceux de 14, sous Verdun.

martes, 20 de abril de 2010

La viajera



Hay momentos en nuestra existencia que son literalmente bifurcaciones y nuestro futuro depende enteramente de ellos, puntos claves en nuestra vida.


Recuerdo uno de estos momentos. Mi amigo Jean-Marc me invitó a cenar en un restaurante japonés para festejar mi cumpleaños que otro año pasaría inapercibido en casa ya que vivo con un hombre que se olvida de todo tanta es su inercia. Jean-Marc y yo nos dimos cita en una gran librería de la capital y al salir de la tienda recuerdo que me preguntó que es lo que prefería mas en mi vida: si los animales o los libros. Y yo no pude contestarle porque mi vida sin todos ellos no tendría sabor alguno.


Fue la primera indecisión de aquel día.


Era una jornada muy azul, con un cielo hinchado de nubes perlas y espesas, uno de estos cielos de tu infancia, abierto y tierno, cúpula artística y llena de formas extrañas que permiten a la imaginación trabajar. Mi amigo me acababa de regalar un libro de viajes, justamente. The Cruel Way, de Ella M. Maillart. Paseando por la Gran Vía discutíamos sobre como ahora era más difícil viajar y esto aunque el mundo se había abierto más y más. Las guerras y las revoluciones presentes hacían más difícil llegar hasta ciertos lugares tan misteriosos y tan bellos como Afganistán, Turquía, Irán, Irak… Quizás también nos habíamos vuelto menos valientes, y nuestro propio conformismo era la mayor frontera y la mayor barrera que teníamos y que nos impedía ser libres como lo fueron los viajeros de principio del pasado siglo.


En el restaurante japonés lo primero que pidió mi amigo fue una botella de sake. Seguimos hablando de libros y de viajes. Del paralelismo entre la lectura y el viaje. Cada libro es una aventura que empieza, una aventura espiritual, una aventura de conocimiento y de entendimiento. Nuestra epopeya interior enriquecida mas y mas gracias a las lecturas. También, una continúa meditación sobre la existencia y sobre uno mismo. Este quizás era el objetivo de la lectura, conocerse a fondo. Además de curarse de tantas cosas, que es una manera de amarse, de amansarse, de profundizarse y de viajar.


El sake tenia un gustillo amargo que me recordaba historias de bebidas y de comidas, de bocas, de gustos. Colette, por ejemplo. En sus viajes siempre reflexionaba sobre el paladar, parte esencial del conocimiento. Mientras tanto Jean-Marc me hablaba de su próximo viaje, en el desierto de Gobi. Y así, de repente, sin más, me pidió si quería acompañarlo.


Recuerdo que el gusto amargo del sake en mi boca se transformó en algo tan suave y tan bueno que me puse a reír, pero de una risa que tenía gusto de miel. Mis ojos reían también, algo que no ocurría muchas veces, últimamente. Que guapo me pareció mi amigo en aquel instante que abracé con una fuerza de gran ternura. Quizás todo esto porque detrás de la mirada de mi amigo brillaba un cariño excepcional, con mucho entendimiento, una especie de sabiduría materna, mansa, flexible, cordial. Estaba tan a gusto, tan simplemente en paz con migo misma, como cuando entraba en los libros de estas grandes y valientes viajeras y que con ellas atravesaba desiertos y montañas y lugares con nombres tan magníficos como Baluchistán, Persia, Isfahán, Elburz, Tashkent, Kirguistán… Todo me parecía de repente tan accesible, a la otra punta de mis manos, aquí, tan cerca, tan posiblemente cerca.


- No puedo, estoy casada con Paul.


- Pero sabes que él no dirá nada, siempre me has dicho que puedes emprender lo que quieras aún con Paul en tu vida…


Y ahí fue el segundo momento de indecisión.


Ha transcurrido algún tiempo desde aquel día. Jean-Marc murió, hace un par de años, en un accidente de avión, cerca de Istambul. Yo sigo con mi esposo apático a toda la realidad, encerrado en su mundo. Por la noche, al volver de la cena japonesa me miré largo rato en el espejo. Vi a una mujer un poco triste, pero muy cercana a mi misma. Al día siguiente lo primero que hice fue ir a la peluquería a cortarme el pelo.



domingo, 4 de abril de 2010

Cartas desde las trincheras




Hay algo que no entiendo y que nunca entenderé y es este afán que ciertas personas tienen en no querer tirar nada. Me parece increíble. Es como si uno quisiese guardar, infinitum, el primer sostén. ¿Pero para qué, madre de dios? ¿Para colgarlo a la pared? ¿Para recordar que una era libre, sin esta cosa tan desagradable que te apresa el pecho? ¡Pero bueno!


Los sostenes pasan, como pasa todo y llega un momento en que hay que sentarse y empezar a tirar cosas a la basura. Pero en serio: no que si… que no… que alomejor… Nada. Uno se sienta al lado de una de estas basuras como la que compré en Portugal el otro día, casi tan alta como yo. Una preciosidad de basura. ¿Y para que sirve una basura? Pues para eso, PARA TIRAR.


Tengo que reconocer que puede ser una experiencia difícil, no tanto para ir a visitar a un psicólogo aunque sí que hay gente que tendría que visitarlo en momentos como este. Tengo una amiga, por ejemplo, que guarda hasta las facturas de la comida de sus canarios. Dice que cuando ya no estén sus amores, solo ver una factura de comida para ellos le hará revivir su amor para Petruska y Kanista. No la entiendo. Para mí es un placer tirar. He tirado toda mi vida y la prueba es que casi no tengo nada. Pero aún así quedan algunas cosillas que tengo que liquidar porque no sirve de nada guardarlas. Como estas cartas de mis exs.


El sábado pasado pues decidí abrir esta caja inmensa, llena de cartas. Me senté acompañada por mis perros y gatos en el pequeño y placido patio que tengo e iba sacando las cartas una a una, las leía superficialmente y a la basura. ¿Cómo es posible que haya guardado tanta tontería en una caja de cartón?


Mi amada amiga, cuanto deseo estar de nuevo en tu cama azul… Esto escrito por un tal Alberto mientras estaba disfrutando unas vacaciones en Cancún con otra amiga suya. A la basura.


He decidido dejarte porque es muy duro vivir dos vidas… Ya me había olvidado de esta historia. A la basura, pues.


Estoy tomando un té, pensando en tus largas piernas. El muy sinvergüenza cuando volvió de Turquía se olvidó de traerme té turco. ¿Cómo se llamaba? Iván y sé que era fotógrafo, y muy inteligente. Pero de nada sirve un hombre inteligente si se olvida de traerte té. Así que lo dejé, no solamente por lo del té, que ya es suficiente en mi escala de valores, pero por otras cosas que ni me acuerdo. Pero gordas tenían que ser. Lo que pasa es que todos los hombres en el fondo se parecen. Mi madre tenía razón.


A la basura, todas a la basura estas cartas de amores indefinidos, abstractos, lejanos y se podría decir casi inexistentes. Los años me hacen entender que lo mejor para una mujer es vivir sola, sin hombres. Yo no entiendo muy bien a las mujeres que no pueden vivir sin estar acompañadas por el sexo débil. Dicen que la vida sin los hombres no tiene sentido. Que necesitan despertarse con una presencia al lado porque de lo contrario sienten como un vacío. Evidentemente no saben lo bueno que es dormir sola sobre un buen futón y bien a las anchas, sin piernas ni brazos a la frontera de tu cuerpo para agobiarte para el resto de tu vida. Yo cuando me despierto lo primero que veo son los bigotes de Pandora, mi gata persa, aquí, justo debajo de mis ojos (Pandora adora cosquillearme las ojeras con sus bigotes de plata). Y si me vuelvo de lado veo la cara seria de Pluto, el buldog francés más guapo que hay sobre este planeta. Solo mirarlo mirarme me dan ganas de reír. ¿Acaso pasa esto cuando abres tus ojos y ves a un hombre durmiendo a tu lado con la boca abierta? ¡Venga ya!


A la basura, a la basura y a la basura.


A media jornada mientras me preparaba un buen té chino quien no veo acercarse a mi pequeñito patio: Paquita, la coja. Es así, aquí la gente tiene sobrenombres, es para bien definirlos y no confundirse con otra Paquita. Pues a lo que iba: Paquita se acercó sigilosamente con un plato en las manos, un pastel de plátano y queso que me ofreció mientras buscaba un lugar para sentarse. Le traje una silla que puse al lado de la basura que Paquita miró con curiosidad ya que en España no existen basuras de este tipo. Y luego se informó de lo que estaba haciendo. Se lo dije. Se puso muy seria y dijo que hacia mal, que tirar cartas de amor era un acto de vandalismo para una vejez solitaria. Me iba a arrepentir, insistió:


- Cuando tengas mi edad y ya nadie te mire… estas cartas serán un bálsamo en los largos y grises días que te esperan.


Le contesté que de todas maneras ya nadie me miraba ya que los hombres ahora miran a las niñas de 17 años. Además tenía tantos libros para leer que nunca me aburriría, es imposible aburrirse con tanta lectura sobre lo que ocurrió en los años de aquella tan extraordinaria guerra.


- ¿Pero sigues con esta obsesión?


Paquita sabe mi pasión sobre la Gran Guerra, un día la invité a tomar té y se lo dije. Me miró muy cariñosamente y me empezó a hablar de su madre, que vivió en aquellos años tan terribles. Desde aquel día, después de haberla escuchado durante más de dos horas detrás de un silencio acogedor y atento, la Paquita es mi amiga. Tiene unas cabritas y de vez en cuando me regala queso, un queso verdadero no como estos de cartón que venden en Mercadona.


La Paquita bebía lentamente el té chino y me miraba tirar cartas a la basura, ya ni las leía, sabia que eran de otra vida, dirigidas a otra mujer que ya no existía. Yo no necesito cartas para sentirme fuerte, o viva, o para encontrar un sentido a mi vida. Tirar es bueno, poner orden es bueno. Luego lo que hice fue lo siguiente: me volví a hacer un té, esta vez un té de Irak, y me puse a leer, rodeada de gatos y perros, Lo que queda: cartas de los soldados caidos en el campo de honor, 1914-1918, de Jacques Benoist-Méchin. Una delicia.


jueves, 1 de abril de 2010

Té y conspiraciones


Mi tía Angelina y yo tenemos algo en común, y es nuestra pasión del té. Es un vicio, un pequeñito vicio pero lo disfrutamos como si fuese un pecado mortal.


Cada vez que hago una visita a mi tía, una vez al mes y nada mas, le regalo un té, un té que ella no conoce, un té sabroso y riquísimo llegado de Afganistán o de Irán o de la India. Y mi tía, que es muy pecadora, se pone toda colorada. No se si se siente culpable o no, por mi parte creo que cada uno tiene que arreglárselas con sus pecados.


Es debido a esta pasión del té que mi tía tiene sus “sábados de te” una vez al mes. Yo estoy invitada y siempre voy a regañadientes. No me gusta la masa humana, no me gusta estar con gente. A mi me gusta la soledad, los libros y estar con mis amigos preferidos, mis perros y mis gatos. Pero voy a casa mi tía porque si no voy mi tía no para de llamar por teléfono y de darme la lata. Al salir de casa siempre verifico si llevo conmigo mi Rescue Remedy, del Doctor Bach. Por si las moscas. No me gustaría tener un ataque de pánico en medio de sus invitados.


Aunque sus invitados son siempre los mismos, o mejor dicho las mismas: Adelaida y Dolores. Las dos son muy simpáticas, pero a mi no me gusta la gente simpática. Así que es de mal humor que me siento en frente de ellas. Y de mal humor que las escucho hablarme de sus ultimas compras, sus ultimas comilonas y sus últimos encuentros con el grupo al que ellas están afiliadas, una especie de secta católica y no muy clara en cuanto a sus objetivos: reuniones secretas donde planifican viajes al extranjero para visitar castillos donde los Templarios vivieron; conferencias muy elitistas sobre temas como los Rosacruz o el Catarismo; películas que visionan sobre cierta realeza… Cuando me hablan de esta organización, que se llama “El grupo de los cinco”, hay que ver como les brillan los ojos y como sus voces toman una pauta lenta y estudiada, muy misteriosos los tonos. Pero si creen que las envidio, se equivocan. Yo no envidio a tanta tontería, francamente. La vida es muy simple cuando una vive con perros y gatos y en un pueblo de 20 habitantes. ¿Tan difícil es entender esto? ¿Y para que complicarlo todo con tanto misterio?


Además a veces leen autores de una gran insipidez, como el tan conocido Dan Brown. En fin, cada uno con su locura. Y que me dejen, eso sí, en paz con la mía.


Mi tía ofrece un té muy convencional, el bueno lo guarda para ella, que toma siempre a solas con sus tres gatos, Némesis, Pandora y Frankenstein. Pero con su té siempre hay pastelitos de primera cualidad. A mi me encantan, pero no solo a mí. Adelaida y Dolores parecen dos serpientes comiendo los pastelitos, así que me tengo que apañar para almenos comerme uno o dos. El resto aquí te he visto y aquí ya no estas.


La Dolores últimamente está muy extraña. Tiene una mirada muy perdida y es debido, según Adelaida, a un descubrimiento que ha hecho sobre terremotos. Dice que estos están provocados por la mano del hombre con maquinas sofisticadas que pueden cambiar el temporal y todo. Yo no me puedo creer tanto absurdo afán de incongruidades. Y siempre me gusta molestar a la Dolores, es un pequeño vicio que me procura mucho placer.


- ¿Y no es posible, Dolores, que estos terremotos estén provocados por la mano de una mujer?


Dolores me mira con disgusto mientras se zampa un pastelito en un cuarto de segundo. Justamente el que yo tenía a la vista. La maldita.


Esta mirada de reproche me recuerda la que tiene a veces Eduardo, uno de mis grandes amigos, ya que de amigos tengo pocos pero eso si, son grandes. Eduardo es de los que están inmersos en esto de las conspiraciones. Otra absurdidad grande como la pirámide de Jufu ya que según mi teoría la única conspiración que tiene sentido sobre esta tierra es la vida misma. Alguien nos jugó una mala broma instalándonos sobre este planeta. Espera que lo coja y ya verás tú.


Lo dicho, esto de las conspiraciones me tiene harta. Los que están implicados en este tipo de intelectualismo no paran. Que si esto o lo otro, que si este atentado y el otro, que si el Nuevo Orden Mundial, que si los Bilderberg, que si los hombres reptiles… Harta no es la buena palabra, más bien asqueada. Como les gusta complicarse la vida. Con lo feliz que uno puede estar solo con un buen libro que trate de la Primera Guerra Mundial y una buen tazoncito de té. Con esto yo me olvido hasta de mi propia existencia. Eduardo se atreve a llamarme a las 3 de la mañana, se atreve a pillarme en plena batalla de Verdún, se atreve a decirme que el presidente Bush es un Anunnaki y que Obama también posiblemente lo sea pero que no está aún muy seguro, le faltan pruebas.


- Y esta terrible constatación, Eduardo querido amigo, me imagino que te impide dormir por las noches ¿no es así?


- Exacto. Menos mal que hay buenas amigas que lo entienden todo.


- Eduardo, me has pillado en plena hecatombe mortífera de Verdún, entre el 21 de febrero y el 19 de diciembre de 1916, justamente cuando Philippe Pétain se esta rascando la barbilla preguntándose si vale la pena tanto muerto para solo un trocito, digo trocito, de tierra… No se si sabes pero esta batalla causó la muerte de 250 mil hombres ¿lo sabias?


- Como no lo voy a saber si me lo has dicho mas de 500 veces.


- Pues eso.


- ¿Pero no te das cuenta que los Annunakis quieren nuestro exterminio?


- Eduardo, apreciado amigo valiente que osa interrumpirme a las tres de la madrugada… permíteme decirte que ya todos estamos muertos. Kaputt. Finito. Hemos todos desaparecido en Verdún una mañana de lluvia. Y basta ya de tanta majadería.


Creo que aquella mañana le colgué el teléfono pero no estoy segura. Aunque esto no impide a Eduardo de llamarme a la hora que le de la gana. Una y otra vez, poco importa el día o el mes. Es un ingrato. Así son los conspiracionistas, una especie que va tomando su lugar pero a fuerza de golpes de puño y de mucha desfachatez. Hasta donde vamos a llegar, dios solo lo sabe.


El tiempo de cerrar y abrir los ojos ya no queda ni un solo pastelito sobre la bandeja de plata que mi tía nos ha dejado sobre la mesita de roble. Rodeando esta mesita un día recuerdo hicimos Ouija. Pero esto es otra historia.


Cuando es hora de irme ya es de noche. Mi tía quiere que me quede, siempre tengo que insistir que mis perros y mis gatos no me dan permiso alguno para quedarme una noche fuera de casa ya que me tienen muy controlada. Antes de salir mi tía me obliga a ir a saludar a Némesis, Pandora y Frankenstein que durante la reunión de té han estado encerrados en otra habitación porque Adelaida es alérgica a los gatos, como mala bruja que debe ser. Mi ti siempre me regala una bolsita con un paquetito dentro, un té que seguramente será buenísimo, más que el que nos ha dado esta tarde. Siempre me voy muy contenta porque sé que por la noche podré tomar un buen té, sabroso y exquisito rodeada por mis perros y gatos y con un buen libro como compañía. ¡Que pedirle más a la vida!

viernes, 26 de marzo de 2010

Que pesada es mi familia



Una de las cosas más pesadas que hay en la vida de uno es la familia. Esto lo tengo comprobado una y otra vez y no hay nada que hacer. Seria tan fantástico prescindir de ella, en mi caso de mi tía, de un primo y de un tío. Pero la familia es como una fatalidad, o la asumimos o estamos bien apañados.


Mi tía Angelina no es que sea mala, al contrario. Tiene muy buen corazón, eso dicen. Pero es pesada. Y es pesada porque no entiende que yo soy feliz sin estar casada ni tener hijos. Esto ella no solamente no lo entiende pero tampoco le da la gana entenderlo. Entonces siempre es lo mismo, siempre que me llama por teléfono decimos las mismas palabras, repetimos un texto que casi podría decirse sabemos de memoria. Es una lata, pero es así.


Cuando llama mi tía Angelina siempre pregunta si tengo novio. Yo le contesto que a mi edad ya los novios están casados y que no tía, que no tengo novio. Ella entonces dice que le hubiese encantado que yo me casase. Yo cuando dice esta burrada levanto los ojos al techo o me muerdo los labios. Mi tía entonces pronuncia las siguientes palabras, siempre las mismas:


- Ya sabes que si te casas te pago el viaje de luna de miel

.

Y yo le contesto siempre:


- Tía, como vas a hacer esto si no tengo novio.


- Un viaje de dos semanas a Cancún.


- Yo hubiese preferido Teherán.


- ¡¡¡Teherán!!!


- El país más peligroso de la tierra es México, tía. Por lo de la droga.


Entonces mi tía en este instante duda. No sabe si continuar o parar esta conversación que las dos sabemos no nos va a llevar a ninguna parte.


Como decirle a mi tía que yo soy feliz con mis gatos y mis perros, con mis libros, con esta vida simple que he elegido de vivir concientemente y de buen corazón en un pueblo de 20 habitantes. No necesito nada más, sobretodo no necesito de un hombre en mi vida. No es que los hombres, estos seres tan extraños, me caigan mal, no es esto. Yo simplemente digo que los hombres son igual de pesados que la familia. Además, los hombres que he conocido, y la lista es relativamente larga, todos sin excepción me han parecido pero que muy aburridos: o eran fanáticos del fútbol, o eran súper religiosos y conservadores o simplemente tenían unas mentes vacías, como las de los zombis, indiferentes a todo. Y, por supuesto, ninguno estaba interesado en la Primera Guerra Mundial. Y esto si que no lo puedo soportar.


Mi tía no es la única pesada, en mi familia. Tengo un primo que es la cumbre de la pesadez, pobre hombre. De vez en cuando decide venir a verme cuando pasa por aquí (es vendedor de telefonía móvil) y quedarse una noche en mi casita. Se llama Juan, es alto y rubio pero es un incondicional fanático de aviones supersónicos y de… extraterrestres. Yo ya sugiero a mis perros y a mis gatos de ser pacientes con él y de no portarse mal con su increíble portafolio, abundante de fotos de estos malditos aviones desclasificados del ejército americano, de Ovnis y de personajes extraños que mi primo ha ido acumulando a lo largo de toda su vida. Después de la cena siempre hacemos lo mismo: nos sentamos en el salón, mi primo saca el portafolio de su maleta, los perros y los gatos se sientan derechos y atentos al lado de él y empieza el rollo: y venga aviones que pasan, aviones supersónicos, aviones de formas extrañas, aviones que cuestan millones de dólares pero que solo han sido maniobrados una vez, aviones que tienen el poder de pasar desapercibidos, otros que son capaces de ser invisibles. Yo escucho y mi rol es el de parecer interesada pero en el fondo lo que me gustaría hacer es abrir uno de mis libros (la ultima vez que mi primo vino estaba justamente leyendo Berlin Diary de William L. Shirer), estirarme sobre el sofá rodeada de mis perros y gatos con una buena taza de té indio, ya que también soy una fanática de tes extraños y buenos para el paladar. Pero no, no puede ser. Cuando llegamos a la sección de los extraterrestres siempre hago la misma pregunta:


- ¿Y cuantos tipos o clases de extraterrestres vienen regularmente sobre la tierra?


- Querrás decir visitar, porque no se quedan aquí, esto esta que arde.


- Vale, visitar.


- Pues… yo diría que unos 5.


- 5 que.


- Cinco tipos de extraterrestres.


Entonces me hago la interesada. Es simplemente por compasión.


- ¡¡¡Cinco!!!


- Exacto.


- Es increíble.


- Un tipo de extraterrestres se hacen pasar por humanos.


- No me digas.


- Podría ser tu vecino o…


- …¿el presidente Obama?


- Podría.


- Estoy convencida que Obama es un extraterrestre.


Y así, hasta que los perros y los gatos se cansan de escucharnos y piden que abramos la puerta para salir a hacer sus necesidades. Ellos saben que cuando yo me friego frenéticamente las orejas es el momento de pedir. Mi primo Juan no se entera de nada, pobre.


Aquí no acaba la cosa. La pesadez familial también la provoca mi tío Eulesiano, un fanático de Pancho Villa. Es así, no hay nada que hacer, es, como ya he dicho, una fatalidad. Veo a mi tío Eulesiano de vez en cuando, me hace pena porque es viudo y nadie lo soporta con esta historia de Pancho Villa. Entonces cuando decido irlo a ver (estoy casi un mes metalizándome y tengo que hacer mucha meditación antes para que no me coja un ataque de histeria) mi tío se pone muy contento. Todas las paredes de su casa están decoradas con fotos de este extraño personaje revolucionario y que Barbara W. Tuchman trata de bandolero borracho y fumador de mary en su libro tan conocido sobre la Primera Guerra Mundial, The Zimmermann Telegran. Mi tío adora a Pancho y es tan pesado hablándome de su vida que me conozco de memoria: desde que nació el 5 de julio de 1878 hasta su asesinato en una emboscada el 20 de julio de 1923. Comandante, gobernador, caudillo, Sancho como héroe, como bandido, como justiciero. Sus 75 esposas, sus luchas contra la dictadura de Porfirio Diaz… Sus bigotes, sus sombreros, sus caballos, sus fincas, sus luchas y peleas, todo Pancho en mi tío Eulesiano, gran admirador de un revolucionario energético. Sin embargo mi tío es un pesado, sin ninguna duda.


Irremediable familia, pequeña eso sí, pero tan presente en mi vida. La quiero, sí, a mi manera, y ella me quiere, a su manera. ¡Pero que pesada que es!