viernes, 29 de febrero de 2008

Mi toro querido







Cielo de primavera
sobre una plaza,
un toro en la triste lidia
herido y solitario.



Punto negro allá abajo
es mi toro, mi oscuro toro,
la arena de ocre,
el clamor en el aire.


Charco de sangre
en la tierra firme,
en mi corazón ,
en mi habitación.


Ríen, aplauden, beben,
sinvergüenzas apuestan,
insultan mi inteligencia y la tuya,
toro querido.

En la arena vacía
de ocre y de rojo
yace en silencio
tu presencia.

viernes, 22 de febrero de 2008

La voz del Tam Tam

Fuiste, aquel día, el más airoso.
Jirafa elegante, ondulante.
Oscuro tu cuerpo de alga
en un oasis llamado Saint-Louis.

Yo no sabía, era como
una fuente abandonada.
Y llegaste
sonrisa, mirada de agua,
manos danzantes,
Tam Tam de voz insondable.

Ah, recuerdo
una tarde húmeda, espesa y amarilla
recuerdo haberte soplado
en el suspiro de tus labios,
Te amo...

¡Me enseñaste tanto, amigo!
Bailar, este despertar de
mi alma tan inocente,
dar, recibir, mirar,
acariciar con dedos de hada
este misterioso campo tuyo,
entrar con alas de seda
en casas blancas y colmadas,
las risas de aquellos niños
las tiernas Maimunas.
Me enseñaste una voz oscura, impenetrable,
volcánica,
de una amazona valiente,
tu África.

Y hoy ya no estás.

Sepultura aquella tierra árida
dónde tu voz de piel de cuero,
tu ritmo palpitante
energía contagiosa,
y tu sonrisa,
tu sonrisa bondadosa.

Reposas en paz
en el desierto
de las orillas de Saint-Louis.
Yace con otros sabios
tu cuerpo de jirafa ondulante,
de alga ondeante,
y tus manos tan simplemente bellas
son un abismo de silencio
aquí, allá, en el universo entero.

Ya nunca más
el Tam Tam desnudo de tu voz.








Ibrahima Gueye, percusionista y fundador del grupo de música BOUTATA

domingo, 17 de febrero de 2008

Pedro, yo y un cuadro




Nos hemos parado enfrente del cuadro: dos rectángulos amarillos. Pedro parece muy interesado.

- Pedro, son solo dos rectángulos, digo volviendome hacia él.


Pedro está muy guapo. Lleva un jersey rojo cereza oscura sobre una camisa gris claro. Esta de baja por haberse torcido un tobillo y se ha dejado crecer la barba. Hemos venido a la capital a pasar dos días. Es invierno aún, pero el frescor de la ciudad me gusta, picante y alegre frescor sobre mi piel. Me siento feliz, siempre es así cuando estoy con Pedro. Dos días de amor y cuadros y pinturas y arte. Y Pedro, el mejor cuadro de mi vida. Con su barba de dos semanas parece un pintor de principios del siglo XX. Solo le falta el sombrero.

- Estos dos rectángulos, dice, me están intrigando mucho.

A mí nunca me ha gustado el Arte Contemporáneo. ¿Qué hay de bello en un par de zapatos sobre una mesa rodeados con trozos de papel de diario? ¿O objetos de cocina tirados por el suelo? Cuadros blancos, nítidamente vacíos. Cuadros con manchas, con rayas, cuadrados. ¿Y qué decir de un amontonamiento de basura, cajas de cigarrillos, botellas de Coca Cola? Si esto es arte, entonces me pregunto, ¿qué es el otro arte?

El cuadro que nos hace cara es muy grande, muy ancho, muy espacioso. Para verlo bien nos tenemos que alejar un poco, tomar espacio, separarnos. De lejos los rectángulos amarillos se ven con más claridad. El color amarillo es claro, claro de desierto por la mañana, cuando el sol cae con suavidad. Es un amarillo con mucha luz, una luz que ilumina el rectángulo desde dentro. El color amarillo parece como prisionero del rectangulo. Le digo a Pedro que es un poco ridículo pagar 18 mil euros por un cuadro así. Y además, ¿qué hay de interesante en comprar un cuadro con dos rectángulos?

¿Qué tienen de particular estos dos rectángulos? Son normales y corrientes, perfectamente separados el uno del otro, situados uno sobre el otro, en armonía, casi en simbiosis, pienso. Parecen dos rectángulos amigos, cómplices.

- Me gustan, dice Pedro.


Estos dos paralelogramos, estas líneas relación, en sincronicidad perfecta, suaves en sus rectas, calmantes. ¿Qué estaba antes, me pregunto, la tela, esta superficie amarilla o los rectángulos?

Un cuadro enfrente de mi vida, dos rectángulos amarillos perfectos, proporcionados. Mi vida, mi yo, de repente me parecen imperfectos, mi vida con sus altos y bajos, mi yo con sus metáforas y simbolos, toda yo con sus ondulaciones, sus fallos. Y sin embargo a fuerza de mirarlos, de fijar tanta perfección rectilínia, estos dos rectángulos pierden un poco de su perfil, ahora son realmente dos manchas amarillas más que dos rectángulos, dos manchas en armonía con una forma, en este caso el cuadrilátero. Adaptación, pienso. Un color ha tomado posesión de una representación, y ahora es la coloración que tiene poderío, es la mancha que esta viva, palpitante de energía, de sabor, digo sabor, sabor a horizonte rubio, hay como una quietud de horizonte esplendoroso. Y pienso que también podría ver el planeta entero en estas dos manchas amarillas rectangulares, el planeta, el universo, mi vida, mis amores, la Vida en estos dos cuadros dentro de un cuadro colgado en medio de un gran cuadro que es esta sala, y ella otro cuadro centrado en medio de una gran ciudad que lleva miles de cuadros en su corazón de cuadro de asfalto.

Y que feliz sería si mi cerebro fuese a ratos un perfecto rectángulo en un vacante blanco.

jueves, 7 de febrero de 2008

El dinosaurio y yo








Yo sé exactamente cuando todo empezó; cuando me llego la impresión, cual una leve ola, que algo pasaría, que habría un gran cambio, que mi vida no sería la misma. Fue aquel día de invierno, en el autobús, un día muy frío, espeso, blanco. Un día de enero.

¿En que estaba pensando, sentada en el autobús 110 que me llevaba a paso de mastodonte hasta mi querido trabajo? Era enero, he dicho. Un enero firme, duro y pálido como una placa de mármol gastada por el tiempo. Aquel mes las temperaturas llegaron hasta los 30 grados bajo cero, y hasta los menos 40. Y luego el tiempo, de repente loco e incontrolable, subió hasta los 15 grados sobre cero; y más tarde llegó la nieve, una nieve siempre con sabor calido y resplandeciente y que producia, invariablemente, una masa blanca y algodonada que alumbraba las noches de una luz extraña, misteriosa y suave. Sentada en el autobús yo miraba asombrada el paisaje que nos rodeaba, los grandes bloques de nieve amontonados en los bordes de las calles, el paso lento del trafico, las maquinas que iban como inmensas tortugas tirando sal sobre el asfalto. Y el cielo negro, oscuro, y el sol que no aparecía. Esto era lo que miraba con más intensidad: este cielo tan oscurecido pero como por una negrura interna.

En el autobús reinaba el silencio. Un silencio como el de ahora, amigo y compañero. Sentada y apacible, mis manos reposaban sobre el libro que estaba leyendo pero sin abrirlo aún. Era El Sexto Invierno, de Douglas Orgill, una epopeya moderna que trataba de un cambio climático. Pero este tema no era conocido aún, en aquellos días, nadie había oído hablar de cambio climático ni nadie se podía imaginar lo que ocurriría. En la novela empezaba de repente a nevar, y a nevar sin parar hasta que todas las sociedades tenían que sobrevivir a este extraño y penoso invierno que no paraba, que se había instalado como eternalmente sobre la tierra. Era un libro sobre una aventura mística, un viaje hacia el Apocalipsis blanco.


Fue en aquel autobús que sentí por primera vez algo, como si en alguna parte una puerta se hubiese abierto y yo hiciese parte de este algo. ¿Qué fue? No lo sé. Solo un reconocimiento, un asentimiento interior, una certeza sobre un espacio que me abrazaba con una cierta amistad. Cerré los ojos. Y entonces te vi, como te veo ahora, mi caballero, mi protector y mi salvación. Te vi mirar el horizonte ocre y vacío. Yo, sentada bajo tu sombra, oía tu respirar hondo y placido, tu palpitar del corazón. Habías visto algo en el tejado del cielo, allá a lo lejos.


Y cuando volví a abrir mi mirada todo seguía igual, nada había cambiado. Apenas el autobús 110 se había movido. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba tu fuerza animal que durante unos segundos me había parecido tan presente, tan vital, más presente y más vital que lo que me rodeaba? ¿De donde había llegado esta imagen de nosotros dos en medio de un paisaje de ocre y de sequedad áspera? Miré alrededor mío, había mucha gente en el autobús. Y de repente me di cuenta que alguien, no sé si un hombre o una mujer, llevaba entre sus manos el mismo libro que yo estaba leyendo. Quise poner una figura, ver quien era pero ya estábamos llegando a mi parada. Me levanté, me dirigí hasta la salida trasera del autobús y bajé con la incógnita de quien estaba leyendo El Sexto Invierno.


Esta impresión de reconocimiento desapareció durante varios días. La vida seguía su curso normal y acabé por olvidarla. En el trabajo preparábamos, Maggie y yo, las actividades de la semana de vacaciones que eran fijadas en las escuelas para dar descanso a los maestros. Durante estos días de descanso muchos niños vendrían al centro. Habría salidas a museos, a parques, al cine. Necesitábamos alquilar autobuses, comprar billetes, arreglar los itinerarios. Yo me sentía feliz aunque hiciese mucho frío. Pero un día el cielo de repente se iluminó como de una luz amarilla, opaca y espesa, Maggie me llamó desde el portal que daba a la piscina. Estuvimos mucho rato sin hacer nada, solo mirando aquel tapiz nebuloso y brumoso. Tuve la impresión que el aire se había como parado, que la atmósfera era de repente muy pesada, silenciosa ¿Qué estaba pasando? Mis manos temblaban al encenderme un cigarrillo. Sentí de nuevo una sensación de reconocimiento. Dije: Es el final. Maggie me miró sorprendida.

¿El final de qué? preguntó.


Y yo no supe que contestar.


Y muchas veces, ahora, después de todo aquello, sigo preguntándome lo que pasó. Y el por que nunca tuve miedo.


Te estoy diciendo todas estas cosas porqué sé que me escuchas aunque sigas mirando el horizonte con tus ojos pardos, inmensos. En la vacuidad de este espacio has visto algo, quizás otra viajante como yo, acompañada de su dinosaurio. Quizás has reconocido uno de tus congéneres, un futuro compañero. Una de tus patas delanteras se ha movido ligeramente, como el resplandor de unas alas de mariposa. En este espacio dónde ya no existe la noche esperaremos.


¿Cuántas somos? ¿Después de aquellos días, cuantas sobrevivimos? ¿Y tú, animal valiente y bueno, de dónde vienes?


Solo sé que estamos aquí, juntos, libres en este trozo de tierra ocre después de aquello. O antes. Ya no sé.


Quizás esté soñando, soñando en un mundo blanco, frío, de mármol, soñando que estoy leyendo un libro de nieve, soñando en una mujer que se llama Maggie, y en proyectos y salidas.


Quizás todo sea un sueño, y en este sueño te veo a ti, mi amigo el dinosaurio, desde aqui, desde esta nieve y este frío, y nos veo aquí, en este espacio ocre, en este desierto sin noche, esperando otras monturas que llegan desde allí, a lo lejos.