sábado, 29 de noviembre de 2008

La mirada de los hombres







Hubo un tiempo en que todo estaba regido bajo la mirada de los hombres. El andar, el vestir, el pensar, el decidir y hasta el ver, todo bajo esta luz solar que era la mirada de los hombres.

Y hubieron noches en que me miraba, desnuda enfrente del espejo ovalo, y me veía como ellos me veían. Las curvas de mi cuerpo, las entrañables formas, los recodos, los defectos, todo me parecía un reflejo de una mujer que solo la percibía unos ojos de hombre. Fuera de esta fuerza masculina yo no existía ni tampoco quería constar en ninguna parte.

Fueron tiempos de gran actividad, a la vez mental, sexual, emocional. Fueron años de inmensas experiencias, de crecimiento. Pero siempre bajo el poderío de la mirada de los hombres.

Un día, paseando a mi amado perro cerca del río St-Laurent, de repente tuve una visión: me vi en un jardín, rodeada de plantas, de gatos y de perros. Recordé a Colette, que decidió terminar su vida en una cierta paz acompañada de estas bestias que durante toda su vida la habían acompañado, perros queridos, amigos, gatos, tortugas, pájaros. Y yo me vi como Colette. Y esta visión, tan súbita, tan presente me dejó paralizada en medio de la calle, casi sin aliento. Mi perro se sentó al lado mío, esperando. Yo seguía viéndome en aquel jardín, y estaba sola. Quiero decir que no había ningún hombre. Me pregunté: ¿Se puede ser feliz sin un hombre? ¿Se puede vivir sin la mirada de los hombres posada sobre sí?

Empecé a llorar, en silencio. La respuesta, que era afirmativa, me hizo tomar conciencia de una etapa que estaba empezando en mi vida de mujer. Siempre es duro liberarse, crecer, embarcarse en una nueva experiencia. Y la vida de una mujer está siempre al alcance de nuevas etapas, etapas difíciles de entamar, etapas de gran fuerza interior.

Aquel día con mi perro y cerca del río más importante del Québec, recuerdo haber pedido, a las Diosas, de ayudarme en este nuevo camino que se abría delante. Quizás ya estaba cansada, en aquel momento, de la mirada de los hombres.

Mi amiga Luisa ha venido a pasar un fin de semana en casa, en el pueblo, y sentadas confortablemente sobre el sofá ,tomando un wisky caliente y acompañadas por nuestros amigos los gatos y los perros y un buen fuego en la chimenea, hablamos de aquel momento esencial en la vida de todas las mujeres, como una bifurcación, un cruce vital en el cual tenemos que decidir que camino escoger. En realidad este cruce aparece en el momento oportuno después de muchas experiencias. Y es bueno que aparezca.

Para Luisa fue el día en el que un hombre la dejó plantada en una habitación de un hotel, en las afueras de la ciudad. Dice que del susto se puso a reír y la risa se transformó en una especie de instrumento de liberación. Y entonces su vida se transformó: ya no hubieron más citas con desconocidos, en hoteles tristes. Y su vida se transformó porque ya no eran importantes estos encuentros. Otras prioridades aparecieron, otras inquietudes. Empezó a hacer Yoga, a pintar, a crear.

Para mí fue cuando decidí abortar. Luisa es la única que sabe de esta historia oscura en mi vida, el momento en que te planteas, como mujer, si darás a luz o no. Esta decisión, entre la vida y la muerte, es la más difícil que una mujer tiene que tomar. Un día leí en una revista feminista que muchas mujeres viven una experiencia metafísica y espiritual abortando. De repente, después de semanas de indecisión, de preguntas sin respuesta y de mucha soledad, la mujer que aborta se transforma. De niña inconciente se hace mujer madura, integra, presente. El precio es el sacrificio. Pero entonces llega una especie de libertad y de fuerza que lo abarca todo, hasta la vida y la muerte.

Ahora, le digo a mi amiga Luisa, ya no vivo bajo la mirada solar de los hombres. Ahora, y esto desde hace varios años, vivo bajo la mirada lunar de otras mujeres, Erica Jong, Germaine Greer, Marilyn French, Doris Lessing, Mary Daly, Gloria Steinem… En momentos de gran inquietud es hacia ellas que voy, buscando, preguntando.

Pero lo que cuenta no es ni la mirada de los hombres ni la mirada de estas amazonas valientes, sino la mía. Mi mirada sobre mí es lo único que cuenta.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Jean y una tarde de invierno




De repente lo veo acercarse hacia mí: es un chico alto y delgaducho con pelo largo y en su cara una sonrisa amable. Es una tarde de invierno y detrás de los ventanales de la parada de autobús el cielo ya está oscuro y sopla el viento de cristal.

- ¿Qué tal el viaje?

Que difícil es concentrarse en las reuniones familiares pienso mientras acepto la presencia del tío de mi esposo que se ha acercado hacia mí con toda su gentileza y su bondad. Deseo sin embargo estar en otra parte, sola.

- Bien, pero no me esperaba a tanto frío. Me había olvidado del clima de este país.

- Ya se sabe, dice Paul mirándome en los ojos con mucha ternura, esto no es un país, como dice el poeta, pero esto es el invierno.

Hace tantos años que ya no vivo en este país de estaciones inclementes, en este país de gran soledad espacial y triste. Cuando llegué a España, después de haber vivido aquí 30 años, tuve la extraña impresión que de nuevo corría mi sangre en las venas. Le digo a Paul lo duro que es vivir en un país nórdico. Me dice que todo es cuestión de costumbre. Y de aceptación.

- Pero el frío, el frío de aquí es casi inhumano, digo. ¿Cómo aceptar lo que es fuera del humano?

El frío aquí es como una carapaza que se va acumulando dentro de tí. Y uno acaba indefenso, prisionero de ella, en un calabozo de hielo.

Por eso, después de tres décadas, me marché. Y ahora he vuelto para el entierro de la madre de mi esposo. Estamos reunidos en un gran restaurante, yo espero sentada en la entrada, no tengo hambre y dejo pasar delante de mí a los familiares, gente que en el fondo no conozco, que casi nunca he visto. Aquí, como en todos los países nórdicos, las distancias son inmensas, casi inconmensurables. Apenas hay una relación intima entre los miembros de una misma familia. Solo en bautizos o en entierros se reúnen, vuelven a establecer un contacto, vuelven a hacer parte de una tribu. Me he encendido un cigarrillo y bebo a pequeños sorbos un gin con tónica que he ido a buscar antes en el bar. ¿Por qué lo recuerdo con tanta fuerza? Aquel momento en el que se acercó a mí, con su sonrisa buena y gentil, y sus palabras:

- Señorita, ¿se acuerda usted de mi? ¿Cómo esta?

Levanté la mirada hacia él, y en sus ojos vi como una gran expectación, un reconocimiento, una complicidad. ¿Quién era? Algo, si… una timidez absolutamente entrañable, la de un adolescente que ha crecido demasiado rápido y no sabe muy bien como andar, como acercarse, como hablar. Pero él ya no es tímido, casi ya no lo es, él, percibo, ya esta atravesando una barrera de incertidumbres, ya es más fuerte, mas valiente, por eso se ha acercado y me ha interpelado.

- Soy Jean, dijo. El de la clase 220. ¿Se acuerda? Pasamos el curso gracias a usted.

Mi marido ha venido a ver como estoy, si me encuentro a gusto, si necesito algo, si estoy bien. Mi marido es muy amable, siempre lo ha sido y siempre lo será. Es un hombre afable, cuidadoso, delicado. Sin embargo muchas veces lo mataría. Creo que todas las mujeres, en un momento dado, tenemos estas ganas terribles de asesinar a nuestros esposos, por muy buenos que sean y sobre todo si son buenos. Y tenemos ganas de irnos, volando, lejos, lejos, muy lejos de ellos. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Tan difícil es romper vínculos? ¿Más difícil que irse de un país después de haber vivido en él 30 años?


Recuerdo, si, perfectamente ahora recuerdo como una gran oleada de satisfacción y más que eso, de reconciliación. La sentí en aquel momento, frente a Jean. Y la vuelvo a sentir ahora mientras miro a mi esposo dirigirse hacia el comedor con sus dos hermanos. El grupo 220, el que me habían atribuido para que aprendiese a utilizar mi mano dura, como profesora, sobre unos estudiantes con grandes dificultades de aprendizaje. Y fue todo lo contrario: fue mi mejor grupo, jóvenes amables y sencillos que no sabían muy bien que hacer de sus conocimientos, de sus cuerpos, de sus ideas. Fue el grupo que me dio aliento, mientras los otros, los que supuestamente eran normales, me estaban simplemente matando. Sí, el grupo 220 que sin embargo no logró hacerme seguir en el profesorado. Todo esto se lo dije a la directora, ahora recuerdo con cierto malestar, bajo su mirada de acero. Y ella me dijo que estos estudiantes no contaban. Y que por mucho que yo me hubiese dado a este grupo, la puerta se abría para mí, es decir que me echaba fuera de la escuela por no haber sido capaz de controlar a los estudiantes “normales”.

El chico, Jean, me mira con mucha candidez. Yo hasta diría con una cierta pureza. Me mira en los ojos, sin miedo. De repente he olvidado el frío de esta oscura tarde de un invierno que luego la gente llamaría “el invierno de la tempestad de hielo”. Estamos solos él y yo en medio de una nada de complicidad y cariño. Me dice que los otros del grupo están bien, entre ellos sus amigos Pierre, Benoit y François. No trabajan pero él sí, además Jean se acuerda que yo le había obligado a presentarse al examen. Se acuerda que yo le había puesto mi mano sobre el hombro y le había pedido que viniese a examinarse.

Pronto tendré que levantarme de este sillón tan confortable, tendré que hacer un buen papel, sonreír, asentir. Tendré que fingir. ¿Por qué habré tardado tantos años en darme cuenta de esta simple verdad? Que lo que cuenta son las pequeñas realizaciones, y nada más. El retorno a este país de nieve y de hielo me habrá entonces devuelto una certitud.

De repente Jean dice:

- Tengo que irme, mi autobús acaba de llegar. Le deseo una buena tarde. Adiós.

Se va. Largo y alegre, todo él, ondulante, flexible, suave. Como un ángel se va, como un ángel que tuviese otras citas en su agenda. Y yo me levanto para ir a reunirme con la familia de mi marido.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Ousmane


Ousmane ha muerto.

Ousmane, amigo que no conozco, que nunca voy a conocer… Y sin embargo si, cuantas veces en mi vida me he cruzado contigo en ciudades que han recorrido mis pies, Ousmane con otros nombres, otras caras, otras sonrisas, Ousmane en las calles largas y rectilíneas de Montreal, temblando bajo la nieve y el hielo, el frío y la soledad en tu mirada, en tu cuerpo delgado y hambriento de una vida que creías encontrar, Ousmane en el metro de Paris, fatigados tus muslos, triste tu frente, Ousmane en Barcelona, huyendo de las multas por este afán tuyo de sobrevivir, Ousmane en Nueva York vendiéndome un paraguas, Ousmane en Santa Mónica pidiendo limosna, Ousmane en mi corazón, mi amigo que nunca llegaré a conocer porque una navaja a parado tu risa y tu amabilidad, Ousmane del Senegal, príncipe azul de piel de ébano, Ousmane sonriendo, trabajador valiente, bueno, simpático, dura e infatigable tu energía para luchar para tu familia allá a lo lejos, allá tan lejos, allá dónde solo llegará tu cuerpo duro e impenetrable, Ousmane que un día amé, un día yo también amé a un Ousmane que se llamaba Ibrahim, y otros que llegaban hasta mis sabanas azules en busca de calor y compasión, Ousmane de todos los Ousmanes, alga marina perdida en este mundo gris y duro, en este mundo tan seco, tan intransigente, tan, tan injusto, Ousmane buscando un sentido, un camino, tu camino mi querido Ousmane...

Ousmane: que las voces de las mujeres de tu pueblo chillen tu nombre sin parar, que chillen y se golpeen las caras tus madres y tus abuelas, yo desde aquí las oigo estas voces que chillan tu ausencia y tu presencia absoluta en el vacío. Que los dioses amparen a tus queridos, hermanos, sobrinos, hermanas, primos, abuelos, padres, que los dioses africanos te guarden ahora de toda la maldad del mundo, y que Allah acoja a tu familia a la que enviabas tu salario doblando tu espalda de seda. Ousmane, mariposa negra. Ousmane que asesinaron, del cual osaron, las malas lenguas, decir que traficabas con drogas, Ousmane del Senegal, mi hermano, mi amante, mi amigo. Ousmane ya no estás.

Han matado a Ousmane.

jueves, 7 de agosto de 2008

La vida de los otros






Concebidas y paridas en el dolor, eso era lo que mi madre decía cuando el cansancio y el aburrimiento o la culpabilidad se apoderaban de ella y empezaba a hablar los ojos muy gran abiertos: que horror cuando nacisteis, fue lo peor que me ha ocurrido, tú sobre todo, la primera, casi me matas; y sus ojos brillaban de un fulgor doloroso que era como un rayo de fuego sobre este pasado que ella no aceptaba, esta experiencia que ella no aceptaba, rechazada, quizás toda su vida también y con mucha rabia, aunque mi madre creo nunca supo a que punto la rabia era de lo que ella hablaba. La rabia. Mi hermana y yo, quietas, escuchábamos procurando visualizar el dolor, entonces creíamos que se trataba sobre todo de dolor, un dolor físico, un dolor palpable, entendible. Pero ¿cómo visualizar el dolor de una madre que te lleva al mundo? ¿Cómo visualizar, sentir, vivir el sufrimiento de una madre que te da la vida, que te nace? Nos mirábamos de vez en cuando mi hermana y yo, inquietas. Yo siempre me preguntaba el por que mi madre nos hablaba de todo esto, y siempre, siempre quise escuchar lo que ella no decía, siempre atenta a las palabras que no se pronunciaban. Oyendo esta rabia que era también mi rabia y que ha sido siempre mi rabia. Pero aún así, con mucha atención, no sabía nunca del fondo de la vida de mi madre. Nunca se sabe a fondo la vida de los otros.

Tampoco estoy muy segura sobre la entidad llamada Juan, mi esposo. Pienso en Juan, que he dejado en la casa y estoy convencida que mi ausencia no le está causando ninguna preocupación alguna, que me he ido pero que todo sigue igual, que yo no esté es como si yo estuviese, o al revés. Y sin embargo no estoy segura que todo esto sea cierto, esta idea de Juan en casa solo, entre sus libros y sus papeles de Universidad, esta idea fija que me he hecho de él durante estos años, ya muchos, de convivencia. En realidad no estoy segura de nada. Una cosa es cierta, verdadera, inteligible: esta carretera que se abre enfrente de mi como un gran abrazo y el paisaje que la bordea, árboles de todos los colores, amarillo, zafrán, naranja oscuro, verde, lila, azul, casi azul a veces. Es otoño aquí ya, en el Vermont. La atmósfera huele a madera, a tierra húmeda, a chimenea. A veces me paro en tiendas que hay en el borde del camino, pequeñas tiendas al estilo Nueva Inglaterra dónde una puede encontrar de todo: muebles de buena calidad, ropa, souvenirs de todo tipo, comida: miel, mermeladas típicas de la región, pasteles naturales, hechos con avena y pasas, fruta, quesos saborosos...

Siempre me ha gustado mucho conducir, me siento segura, fuerte, valiente y adulta. Y sobre todo me siento en control de mi vida. Pero solo conduciendo. En la vida no soy así. Mi vida es un camino de inseguridades, de miedos, de dudas. O almenos es así como me parece que es. Tampoco estoy segura de ello.

Es para recordar a mi madre que he vuelto aquí, en esta región tan bella. Hace diez años que mi madre murió y he querido hacer este viaje sola y también lo he querido hacer para decidir sobre mi relación con Juan. Reflexionar sobre mi madre, sobre su vida y su rabia y sobre mi vida y mi rabia. Todo va tan unido, la rabia de los padres con la nuestra.

Madre, pienso. Cuantos caminos hemos tomado para no parecernos a ti, para separarnos de ti, para convencernos de que éramos diferentes. Cuando decías, por ejemplo, que nos teníamos que casar vírgenes y que nos teníamos que casar con un hombre rico. Quizás todas las madres proyectan. El caso es que yo no me casé ni virgen ni con un hombre rico. Y antes de casarme tuve tantos amantes que un día paré de contarlos. Pero esto no me hacía diferente de ti, ni mucho menos.

O alomejor fui así para compensar tu sequedad, tu frialdad.
No sé.

Aquí, en esta región del norte del Vermont, cerca de Burlington, he alquilado una habitación en un hotel. Hace muchos años vinimos juntas tú y yo y Juan también estaba con nosotras, era otoño y aquí entendí por primera vez tu gran soledad, espejo de la mía. Los reproches continuaron, siempre es así, las hijas no paramos de reprochar a las madres nuestros errores. Continuaron hasta tu muerte, en un hospital de Barcelona. ¿Acaso no hay escapatoria alguna? ¿Seré siempre una continuación de lo que fuiste? La rabia, tu mirada sobre la vida y los hombres, me han hecho y creado, la rabia la tengo entre el tejido de mi piel, es inseparable de mis células, está en mi sangre. Quizás y ya a lo lejos percibo el techo rojo del hotel, quizás no es suficiente entender la rabia. No sé. Tu vida fue un misterio. Pero ya pronto entraré en una habitación tan parecida a la que alquilamos hace muchos años, encenderé un fuego en la chimenea y te volveré a ver, tu perfil serio y triste volveré a mirar y otra vez sentiré que la vida de los otros siempre es una ilusión sin salida.

viernes, 25 de julio de 2008

Fulgor y opacidad

Y si la vida fuese otra que este cuadro de luces y sonidos y casi para mi indiferente: la familia un sábado de un día de verano muy pegajoso, si, la vida, mi vida fuese otro sistema que ellos hablando y ya todos tan diferentes o tan iguales, que es lo mismo después de todo, riendo pero las risas ya no son aquellas cristalinas y amarillas y que me sonaban como campanitas alegres, la vida otro cuadro que nosotros esperando impacientemente y a la vez aburridamente al notario, el señor Jiménez, otra forma que ellos riendo, charlando de tantas cosas y de nada, bebiendo y comiendo estas patatas insalubres, las niñas jugando en alguna parte del largo piso de la abuela, este verano tan extraño ha dicho mi tía Rita, la más animada ya que siempre lleva en su inmenso bolso dos o tres cigarrillos de Mary, pelirroja y ojos verdosos, es el cambio climático asegura muy segura de ella misma y es normal tiene 17 años, Idela, la hija de Richard y Richard ya se ha bebido dos vasos de vodka , ya que mi vida siempre ha sido otra de ellos, mi familia, este camino impenetrable, este bosque oscuro, espeso, repulsivo y entrañable a la vez, imposible por momentos la diferenciación en este nido de víboras y de ecos silenciosos, mi mirada pasa sobre ellos, desconocidos ya que mi vida es otra cosa, otra que Mariana que está tomando fotos para un futuro tan incierto, o de tía Quimeta que sigue tan parecida a Anna Magnani, mi vida en otro lugar, como siempre creo que ha sido, los años han pasado como una brisa, más bien en una racha que a ratos me parece inverosímil, y todos de nuevo aquí reunidos y separados a la vez pues la vida separa y une, me concentro mentalmente para no chillar en la ultima pagina que he escrito esta misma mañana, una pagina sin sentido porque es difícil encontrar una trama a la soledad de mi amiga Virginia, amiga de toda la vida desde el día en que fueron a parar entre mis manos ansiosas sus diarios y sus cartas, eres más real que todo esto, pienso.

Toma.

Richard, su gentileza y su candor menos mal de Richard que me ofrece una Camel, en su ojos siempre esta dulzura azul, hace muchísimos años, pero no tantos después de todo, sobre una arena ocre canté también estas palabras, dulzura azul contemplando el mar de aquel mes de mis treinta años, dulzura azul y supe que su piel se había estremecido, no sé como pero lo supe y el notario, asegura mi hermana haciendo bailar sus dedos de pianista sobre su pelo castaño, me ha dicho que será una sorpresa para todos, pero yo apenas escucho a mi hermana sobre todo después de que ella decidió un día no oírme más, y es que Virginia, mi tesis sobre Virginia Woolf y el placer o la desdicha de la soledad, también aquella tarde Richard me había ofrecido una Camel amargamente deliciosa mientras desgarrábamos el mundo entero con sus heridas y sus maravillas, el señor Jiménez no me importa ni tampoco el testamento del tío Victor, el amante de princesas venezolanas, y entonces qué había preguntado Richard, pues nada contesté, solo esta playa donde la luz poco a poco va profundizándose y tornándose lavanda en algunos rasgos del cielo y también esta dulzura azul y mis perros y mis gatos y mi tortuga Sarah y ya, en aquellos años, Virginia en su soledad bañada de partículas y átomos inconmensurables, y no dije siempre tú, tus ojos de una cordialidad y ternura marina, espacio de calma añil, en esta tu mirada que busco caminando en los bosques y el campo y que se transforma, esta tu mirada, en la que poso sobre Virginia escribiendo sus diarios y sus cartas, aquí de nuevo reunidos esperando pero ya faltan tantos, padres y madres, tíos y tías, algunos primos, aquí, esperando a que el señor Jiménez llegue para leernos el testamento del tío Victor.

lunes, 12 de mayo de 2008

La Estepa

Con cariño para Joaquín, en recuerdo de aquella estepa.



Mi madre se ha ido y yo hice el amor con Igor. La vida es así: extraña, sincrética, mágica, sincrónica.

Ella se ha ido y me ha dejado sola. Las madres siempre acaban por irse, por abandonarnos, vuelan con alas de mariposa y se van, tienen que emprender su último recorrido. Y nosotras, sus hijas, tenemos que seguir caminando en el que nos toca.

Llovía el día que se fue y sobre el viejo Toyota de Igor las gotas resbalaban como espesas perlas. En el asiento de atrás, al lado de mi hermano, yo hablaba de mi madre caminando en el viejo Barcelona, ella que quería tanto la ciudad condal. Me la imaginaba sola, feliz, alegre, respirando hondo. Igor conducía en silencio mirándome de vez en cuando por el retrovisor. Los rusos, algunos, saben lo que es andar sobre su tierra amada, la tierra que uno deja y la que uno vuelve a encontrar.

Yo no sabia que iba a hacer el amor con Igor, yo solo sabia que mi madre se había alejado de mí, que había perdido un pilar, una fuente. ¿Qué haría yo sin ella? Me acordaba de su pelo gris, de plata, de sus manos con los dedos muy largos y estilizados, estas manos que me habían abierto tantas puertas, y dado tantas llaves. Y de su voz, oscura y suave a la vez, como la mía. De su perfil fino, serio, misterioso.

Llovía, con suavidad sobre el coche, sobre la ciudad, sobre la tierra. Yo no sabia que mas tarde, al anochecer, Igor me haría el amor, que de repente descubriría en su cuerpo de viejo oso sabio lo que era la Estepa interior, la mía, la suya, la del cosmos. Y que yo iría en ella, Estepa amada. No sabía que Igor me cogería con fuerza mostrándome su alma de caballo, dueño de este inmenso espacio salvaje que vivía en su corazón, en el mío, en el de todos.

Y tampoco sabía que mi madre me había dejado libre, finalmente, en medio de un bosque ocre, espeso y profundo.

Aquella noche, en la ancha cama, Igor habló y yo oí en su voz el viento sobre mi piel. Mi cuerpo fue tronco de árbol que él acarició con cariño, y taiga mi pelo que sus dedos buscaron como si mi cabellera fuese un campo en la noche. Y oí los gemidos de todas las hembras de aquella estepa salvaje…Las oí en medio de una tempestad de colores, las oí esperando, rociadas, sudadas, sobre la hierba dorada, las oí en medio del horizonte amable, inmenso, vientre calido...

Hija mía, había dicho madre, hija, sonríe. Sonríe que la vida es muy fuerte.

Eso me dijo mi madre al irse y cuando se volvió por última vez yo le sonreí. La misma sonrisa que ofrecí a Igor la mañana siguiente.

- ¿Cómo estas Igor Ivanhovich?

- Ah… Petrouschka querida, ¿Cómo me voy a sentir? Feliz, feliz, como cuando estoy en mi estepa querida.

Aquella noche yo sé que no lo entendí todo pero supe que yo ya no sería la misma, supe que había encontrado una llave, la de la abertura interior, otra.

Más tarde también miré por la ventana el amanecer abrirse mientras tomaba un té con nombre muy bonito, “Sol de Espigas”. Igor dormía y yo oía su respiración tranquila, de oso bueno. Era una mañana muy suave que se levantaba, muy cariñosa y tierna.


domingo, 13 de abril de 2008

La fina línea azul


Unos meses tras haber presentado Bodas de Sangre nos propusieron de montar Yerma y aceptamos, entusiasmados. El maestro Wiseman nos dirigiría. Y una tarde de invierno, después de haber hecho una primera lectura, el director se volvió hacia mí y me dijo sonriendo que yo sería Yerma.

Me quedé atónita y sospesé sus ojitos azules dónde flotaba como una especie de travesura. Me dijo que me había visto en el papel de la Mujer, en Bodas de Sangre. Ahora, dijo, tienes que ir un poco más lejos. Yerma es perfecta para ti.

Yo era tan joven en aquellos meses de aquel invierno canadiense que sería uno de los más fríos del siglo y sabia tan poco de la vida. Yo era simplemente una mujer muy apasionada, muy volcánica y de ideas bastante liberadas. Acababa de llegar de África y me estaba separando tan bien que mal del yugo familial. ¿Yerma? Yerma era todo lo contrario de mí. Eso era lo que creía.

Y desde el principio vi que entre Yerma y yo había como un puente que nos separaba y este puente me producía vértigo. Por momentos veía a Yerma como una abuela y la miraba con un poco de burla por estas ideas que me parecían tan anticuadas como el honor, tan santificado por ella, y esta especie de armadura que llevaba que era una prisión insoportable y que yo rechazaba contundentemente. Pobre Yerma, pensaba antes de dormirme en los brazos de uno de mis amantes. Yo no era lo que se puede decir muy honrada y estaba descubriendo que mi cuerpo era un instrumento musical perfecto, y lo era, lo era... Y era más que esto y entre besos y caricias pensaba en Yerma y en su dureza interior, su inalcanzable esplendor... Además yo no necesitaba ser madre, no era una obsesión para mí no tener hijos. Que ridícula que eres Yerma, le decía, ¿por que sufres tanto por nada?

Y así, poco a poco, empecé a hablarle de la misma manera que ella conversaba con su hijo, con este hijo que nunca llegaría. Yerma, Yerma… para de darte golpes de frente sobre la roca, cálmate, relájate… ¿no ves que te complicas la vida, que buscas algo que nunca tendrás, algo que no quieres entender?

Yo me sentía tan fuerte. Llegaba acalorada en los ensayos, llena de una energía roja y las repeticiones iban a su paso de tortuga, siempre es así al principio cuando una fina línea azul nos separa, actores, de la verdadera realidad de la obra de teatro. Estamos y no estamos en el papel, somos y no somos. Este espacio es como una especie de limbo mental que nos hace sentir como ajenos a todo.

Sin embargo empecé a distanciarme de mis amores, reales, y a quedarme un poco más tranquila en casa. Hablaba con Yerma:

Hija, ¿por que eres tan testadura? Tienes a un Víctor tan al alcance de tus brazos, tan presente y vital, un Víctor muy hombre y suave además. No lo oyes cuando te dice ¿Dónde va lo hermoso? Víctor te ve como eres, y te acepta como eres. Y tú no lo ves, obsesa.

Me molestaba la actitud de Yerma, no la aceptaba. El maestro Wiseman se reía cuando le proponía de hacer de Yerma una mujer liberada, feminista.

- Señorita, concéntrese por favor. No proyecte. Escuche… El trabajo del actor es esencialmente este: el de escuchar.

Aquel mes, era febrero, decidí separarme de mi marido. Esta decisión fue súbita y tajante. Llegué un día al teatro y me confié a Linda, una amiga que tenía el papel de Maria.

Linda se puso a reír a carcajadas y me ofreció un porro de marihuana. Me dijo que no le extrañaba nada mi decisión, que Yerma seguramente me había influenciado en esta. La miré de reojo, a Linda. Y a Yerma.

Y un día sentí que ya no era yo la quien hablaba a Yerma pero ella la que me hablaba a mí. Fue durante una repetición, y estoy convencida que aquel día atravesé la fina línea azul y pasé del limbo a la realidad de Yerma.

Quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies, quiero bordar mis enaguas y no encuentro hilos.

Y al pronunciar estas palabras supe que era yo quien las había pronunciado. No Yerma pero yo. Yo Yerma. Era tan clara mi rebelión, tan presente. Me quedé mirando, extrañada y dolorosamente atenta, al actor que hacia de Juan, Rafael, y vi a Juan, lo vi tan nítidamente, lo miré como lo estaba viendo Yerma. Yerma y todas las Yermas del mundo entero. Contemplé con ira su intransigencia, su obstinación, su machismo, su indelicadeza. Y Rafael se apartó de mí y comprobé que sus manos temblaban un poco y me alegró verlas temblar porque supe que él también había atravesado la fina línea azul.

Aquel día el maestro Wiseman se acercó a mi camarote mientras estaba cambiando mi larga falda negra y espesa por unos jeans Levis. Vino y me acarició la mejilla. Sus ojos brillaban mucho y en ellos había tanto: alegría, expectación, suavidad. Me miró como un padre mira a su hija, con ternura y respeto, es así como lo vi mirarme. Sentí su emoción cuando me dijo:

- Señorita, y ahora, ¿cree usted que Yerma es una mujer liberada?

Ruborizada (los actores somos todos muy tímidos) me senté enfrente del gran espejo y empecé a pintarme los labios. Aún sentía el contacto de los dedos suaves del maestro sobre mi mejilla. Contemplé a la mujer que me estaba mirando detrás del otro lado del espejo, una mujer fuerte, valiente, llena de vida, absolutamente en contra de lo oficial, capaz de hablar, de actuar, de decir lo que ardía dentro de su profunda alma. Y esta mujer era Yerma. Y yo.

sábado, 15 de marzo de 2008

A las nueve de la mañana: el prologo



Me desperté sobresaltada. ¿Qué es lo que estaba pasando?

Sentada sobre la cama miré alrededor mío. El ordenador seguía encendido, lo había dejado así para el Emule. Mis dos gatos, Pilun y Sabrina me estaban mirando desde la puerta de la habitación, los ojos un poco desorbitados. Ellos también, tuve la impresión, habían sentido algo. ¿Pero qué?

Hacía mucho calor en la habitación, un calor penetrante, pesado, bastante pegajoso. Fui a abrir la ventana que daba al jardín y estudié el cielo sin sol y de un azul claro, con tonalidades verdosas hacia el oeste. ¿Por qué hacía tanto calor si no había sol y si estábamos en Marzo?

Antes de dar de comer a mis dos gatos verifiqué si había algún mensaje en mi cuenta electrónica. John, de Dallas, me había enviado un correo:

"Lyma, estamos en una situación de urgencia. Creo que pronto nos cortarán la luz. Ha habido temblores en los dos Polos, como me temía. Todo es bastante caótico, niña. ¿Acaso nos volveremos a ver para saludar el Pino de la Sierra? Buena suerte y ten cuidado. John."


Me quedé atónita. ¿Entonces había llegado el día que tanto temíamos? No podía ser, no, no podía ser. John seguramente estaba equivocado.

Fui de nuevo hacia la ventana y me percaté del silencio. Los pájaros, que cada mañana venían a comer en mi jardín, no estaban. No se oía nada, todo parecía como muerto. Me dirigí hasta el teléfono y llamé a mi hermana.

- Ah, Lyma, eres tú, te iba a llamar. Estoy preocupada. ¿Qué esta pasando?

Le dije que había recibido una carta de John, por correo electrónico, y que decía estar en situación de urgencia.

- Lyma, la radio ya no funciona. Peter acaba de leer por Internet que todos los vuelos de aviones comerciales han sido cancelados por una avería en la mayoría de los radares. Y que ha habido un tremor en el Polo Sur y Norte, pero ya no se puede hacer Internet, ya ningún Servidor está funcionando…

Le ordené a mi hermana que cogiese sus cosas y que viniese a mi casa lo antes posible con Peter y el perro. Mi hermana me dijo que ahora mismo venía.

Colgué el teléfono y quise entrar en Internet pero no hubo manera. Mi hermana tenía razón, se había caído la Red.

Miré a mis dos gatos que ahora no paraban de moverse de un lado a otro, inquietos y nerviosos. ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué hay que hacer en un momento como este? Fui a la cocina para verificar si había agua corriente y si funcionaba el refrigerador. La nevera estaba apagada y la luz de la bombilla de la cocina se encendía y apagaba, como si estuviese averiada o mal enroscada. Agua había pero de color verdoso. Cerré la luz y fui corriendo hasta la puerta de la entrada pero al pasar enfrente de mi habitación me di cuenta que el ordenador se había apagado. Cuando abrí la puerta me impactó la quietud de la calle. Una de mis vecinas, la señora Pepi, estaba de pie apoyada en un árbol, mirando algo en el suelo. La saludé con la mano, pero ella no me vio. Me puse un chándal sobre el pijama, cerré la puerta detrás de mí y corrí hacia ella.

- Están muertas, dijo.

Estaban ahí, amontonadas unas sobre las otras, como si hubiesen querido escapar de algo. Eran ratas de campo, bastante grandes pero no se les veía sangre por ninguna parte. Estaban ligeramente hinchadas y de las orejas les salía un líquido espeso y amarillo. Miré a mi vecina, que temblaba ligeramente, como si tuviese frío.

- Tengo miedo, murmuró apretándome el brazo.

Mi corazón latía muy fuerte, cerré los ojos, atenta a lo que me rodeaba. Aparte del silencio percibí una brisa alrededor de mis pies. Y también un ligero temblor, pero muy muy tenue, muy subterráneo. ¿Sería el principio de un terremoto? Y me di cuenta de una especie de movimiento, alrededor mío, como si sintiese por primera vez la tierra dar vueltas. Y entonces la sirena del Ayuntamiento empezó a sonar. Abrí los ojos y vi las puertas de las casas abrirse una tras otra y la gente salir de sus hogares. Vi como nos íbamos mirando los unos a los otros con sorpresa y miedo; unos miraban el suelo, otros el cielo. Niños empezaron a llorar, a quejarse. Perros a ladrar, a aullar. Contemplé, como de muy lejos, como en nuestras caras estaba apareciendo lo que ya nunca más desaparecería, una especie de rictus de desesperación e impotencia. Y nos quedamos así, parados en medio de la calle como estatuas de sal (fue la primera imagen clara que tuve), atentos a esta sirena que nunca hubiésemos tenido que oír.

Eran las nueve de la mañana.

martes, 4 de marzo de 2008

Premio Calidez





He recibido el Premio Calidez para esta pagina de mi amiga poetiza Ideas-Primitivas. Se lo agradezco mucho y lo he acceptado porque viene de ella. Aqui van las reglas:

* Publicarlo en un post haciendo relación al autor y blog de quien te lo otorga.
* Hacer un enlace al blog citado.
* Elegir cinco blogs en los que consideres similares cualidades (calidez) que aquellas por las que lo recibes.
* Enlazar los blogs nominados.
* Hacer constar estas reglas.

Ya lo he dicho: para mí es dificil dar premios (debo ser un bicho raro) porque en cierta medida hay, en este premio, reglas. No me gustan las reglas. Pero tambien he dicho que dar estos premios es una ocasión de hacer conocer a otros blogs y de agradecerles su presencia en este mundo virtual. No soy una gran consumidora de blogs, y los blogs que visito son muy seleccionados. La red es muy grande y mi actitud, como en la vida corriente, es de seleccionar. Selecciono a mis amigos, y selecciono a mis blogs preferidos.

Aqui van los premios atribuidos a:

En la frondosidad

Molière

Extranjeros sin papeles

El blog de Norberto

Los Imagine Photographers

Felicitaciones a todos vosotros, y a los otros, a todos los que estais aqui, presentes, con inteligencia emocional, sensibles a este mundo que nos rodea y que está medio loco. Gracias a vosotros se pueden percivir destellos de luz. Gracias.

sábado, 1 de marzo de 2008

Crónica de la Primera Brisa






Primero hubo la brisa y una nube que cubrió el sol durante mucho tiempo.


Yo la sentí, esta brisa, ligera capa en el aire, un poco pegajosa, viva, espacial. La sentí sobre mis mejillas, mi frente, mi pelo. Ligera, suave, transparente y pegajosa como la miel, si es que una brisa puede tener esta cualidad. Invisible al ojo durante el día y sin embargo por la noche la brisa tomaba un color metálico, se la veía como una suave niebla de pepinitos de oro flotando en el aire, danzante y liviana niebla dorada que lo iluminaba todo de ocre, las casas, las ventanas, los árboles, el suelo.

A poco tiempo desaparecieron los pájaros, los perros, los gatos, los caballos... ¿Dónde fueron? ¿Murieron o simplemente se desplazaron hacia otra parte del mundo?

Esta brisa duró muchos días pero era difícil contabilizar: no teníamos acceso a los medios de comunicación como la televisión, la radio, Internet. Los móbiles pararon de funcionar. Durante este tiempo no pudimos salir de casa, por obligación de la Ley ca34•d567. Solo los militares con sus grandes camiones tenían el derecho de circulación. Iban y venian por las calles vacías de la ciudad cual mastadontes y a paso de tortuga gigante distribuían a cada ciudadano grandes cajas con comida en lata, velas y botellas de agua.

Un día la electricidad se cortó por completo y se proclamó una ley de consumo, la Ley Elect.56mn!d68. La única información que nos llegaba venía en una hoja redactada por el Gobierno del Estado de Alerta, que los militares nos daban junto con la caja hebdomadaria. En ella se nos decía, por ejemplo que "las fronteras siguen cerradas bajo la Ley Front.23%%67nbg.” O: “Se ha aumentado el numero de velas de 10 a 13 por habitante”. O: “El sol va creciendo a una velocidad de 10ª por semana.” También nos informaban sobre los muertos que ya se iban contando por centenares. Pero nadie decía de qué y como. Ni tampoco que es lo que hacia el Gobierno del Estado de Alerta con los cuerpos de los fallecidos.

Fueron días de gran vacío, extraños y solitarios. Días largos, como interminables y sobre todo de noches misteriosas, un poco mágicas. ¿Qué es lo que estaba pasando? El silencio era lo más sorprendente, un silencio profundo como el de una cueva, o como si el Universo, de repente, se hubiese callado. Quizás, sí, la voz del Universo también fuese este silencio plano, llano, vacío, sin eco. Me gustaba escucharlo, apoyada mi frente sobre la ventana, contemplando fascinada la noche ocre, de oro.

¿Qué nos estaba murmurando el Universo? ¿Qué nos estaba diciendo este espacio de repente tan presente?


Y luego llegó el día en que los árboles empezaron a desplomarse, uno por uno iban cayendo sobre el suelo como viejos sabios muertos y al verlos tenía la impresión que algo definitivo estaba ocurriendo, algo irreconciliable. Tambien esta voz de árbol caído y postrado era, para mí, la voz del Universo que nos estaba hablando a su manera.

Sin embargo todo esto, poco a poco, que lo quisiésemos o no, se transformó en cotidianidad. Un día, no sé cual ya que el tiempo no contaba, como sonámbulos salimos en las calles de la ciudad. Lo primero que hicimos fué mirar el cielo nublado, exausto, de un gris apagado y triste. Ya casi me había olvidado de mis vecinos, de mi barrio. Y yo, ¿quien era? Tenía la impresión que en mí tambien algo se había transformado. Y abrazada a un desconocido que pasaba por mi lado (pero quizás era John o Matilde o Philippe) me puse a llorar.

El sol apareció varios meses después y fue durante la Segunda Brisa. Y cuando emergió lo hizo con furia, con fuego, en torrente rojo, voraz y devastador.


Pero esto, esto es otra historia

viernes, 29 de febrero de 2008

Mi toro querido







Cielo de primavera
sobre una plaza,
un toro en la triste lidia
herido y solitario.



Punto negro allá abajo
es mi toro, mi oscuro toro,
la arena de ocre,
el clamor en el aire.


Charco de sangre
en la tierra firme,
en mi corazón ,
en mi habitación.


Ríen, aplauden, beben,
sinvergüenzas apuestan,
insultan mi inteligencia y la tuya,
toro querido.

En la arena vacía
de ocre y de rojo
yace en silencio
tu presencia.

viernes, 22 de febrero de 2008

La voz del Tam Tam

Fuiste, aquel día, el más airoso.
Jirafa elegante, ondulante.
Oscuro tu cuerpo de alga
en un oasis llamado Saint-Louis.

Yo no sabía, era como
una fuente abandonada.
Y llegaste
sonrisa, mirada de agua,
manos danzantes,
Tam Tam de voz insondable.

Ah, recuerdo
una tarde húmeda, espesa y amarilla
recuerdo haberte soplado
en el suspiro de tus labios,
Te amo...

¡Me enseñaste tanto, amigo!
Bailar, este despertar de
mi alma tan inocente,
dar, recibir, mirar,
acariciar con dedos de hada
este misterioso campo tuyo,
entrar con alas de seda
en casas blancas y colmadas,
las risas de aquellos niños
las tiernas Maimunas.
Me enseñaste una voz oscura, impenetrable,
volcánica,
de una amazona valiente,
tu África.

Y hoy ya no estás.

Sepultura aquella tierra árida
dónde tu voz de piel de cuero,
tu ritmo palpitante
energía contagiosa,
y tu sonrisa,
tu sonrisa bondadosa.

Reposas en paz
en el desierto
de las orillas de Saint-Louis.
Yace con otros sabios
tu cuerpo de jirafa ondulante,
de alga ondeante,
y tus manos tan simplemente bellas
son un abismo de silencio
aquí, allá, en el universo entero.

Ya nunca más
el Tam Tam desnudo de tu voz.








Ibrahima Gueye, percusionista y fundador del grupo de música BOUTATA

domingo, 17 de febrero de 2008

Pedro, yo y un cuadro




Nos hemos parado enfrente del cuadro: dos rectángulos amarillos. Pedro parece muy interesado.

- Pedro, son solo dos rectángulos, digo volviendome hacia él.


Pedro está muy guapo. Lleva un jersey rojo cereza oscura sobre una camisa gris claro. Esta de baja por haberse torcido un tobillo y se ha dejado crecer la barba. Hemos venido a la capital a pasar dos días. Es invierno aún, pero el frescor de la ciudad me gusta, picante y alegre frescor sobre mi piel. Me siento feliz, siempre es así cuando estoy con Pedro. Dos días de amor y cuadros y pinturas y arte. Y Pedro, el mejor cuadro de mi vida. Con su barba de dos semanas parece un pintor de principios del siglo XX. Solo le falta el sombrero.

- Estos dos rectángulos, dice, me están intrigando mucho.

A mí nunca me ha gustado el Arte Contemporáneo. ¿Qué hay de bello en un par de zapatos sobre una mesa rodeados con trozos de papel de diario? ¿O objetos de cocina tirados por el suelo? Cuadros blancos, nítidamente vacíos. Cuadros con manchas, con rayas, cuadrados. ¿Y qué decir de un amontonamiento de basura, cajas de cigarrillos, botellas de Coca Cola? Si esto es arte, entonces me pregunto, ¿qué es el otro arte?

El cuadro que nos hace cara es muy grande, muy ancho, muy espacioso. Para verlo bien nos tenemos que alejar un poco, tomar espacio, separarnos. De lejos los rectángulos amarillos se ven con más claridad. El color amarillo es claro, claro de desierto por la mañana, cuando el sol cae con suavidad. Es un amarillo con mucha luz, una luz que ilumina el rectángulo desde dentro. El color amarillo parece como prisionero del rectangulo. Le digo a Pedro que es un poco ridículo pagar 18 mil euros por un cuadro así. Y además, ¿qué hay de interesante en comprar un cuadro con dos rectángulos?

¿Qué tienen de particular estos dos rectángulos? Son normales y corrientes, perfectamente separados el uno del otro, situados uno sobre el otro, en armonía, casi en simbiosis, pienso. Parecen dos rectángulos amigos, cómplices.

- Me gustan, dice Pedro.


Estos dos paralelogramos, estas líneas relación, en sincronicidad perfecta, suaves en sus rectas, calmantes. ¿Qué estaba antes, me pregunto, la tela, esta superficie amarilla o los rectángulos?

Un cuadro enfrente de mi vida, dos rectángulos amarillos perfectos, proporcionados. Mi vida, mi yo, de repente me parecen imperfectos, mi vida con sus altos y bajos, mi yo con sus metáforas y simbolos, toda yo con sus ondulaciones, sus fallos. Y sin embargo a fuerza de mirarlos, de fijar tanta perfección rectilínia, estos dos rectángulos pierden un poco de su perfil, ahora son realmente dos manchas amarillas más que dos rectángulos, dos manchas en armonía con una forma, en este caso el cuadrilátero. Adaptación, pienso. Un color ha tomado posesión de una representación, y ahora es la coloración que tiene poderío, es la mancha que esta viva, palpitante de energía, de sabor, digo sabor, sabor a horizonte rubio, hay como una quietud de horizonte esplendoroso. Y pienso que también podría ver el planeta entero en estas dos manchas amarillas rectangulares, el planeta, el universo, mi vida, mis amores, la Vida en estos dos cuadros dentro de un cuadro colgado en medio de un gran cuadro que es esta sala, y ella otro cuadro centrado en medio de una gran ciudad que lleva miles de cuadros en su corazón de cuadro de asfalto.

Y que feliz sería si mi cerebro fuese a ratos un perfecto rectángulo en un vacante blanco.

jueves, 7 de febrero de 2008

El dinosaurio y yo








Yo sé exactamente cuando todo empezó; cuando me llego la impresión, cual una leve ola, que algo pasaría, que habría un gran cambio, que mi vida no sería la misma. Fue aquel día de invierno, en el autobús, un día muy frío, espeso, blanco. Un día de enero.

¿En que estaba pensando, sentada en el autobús 110 que me llevaba a paso de mastodonte hasta mi querido trabajo? Era enero, he dicho. Un enero firme, duro y pálido como una placa de mármol gastada por el tiempo. Aquel mes las temperaturas llegaron hasta los 30 grados bajo cero, y hasta los menos 40. Y luego el tiempo, de repente loco e incontrolable, subió hasta los 15 grados sobre cero; y más tarde llegó la nieve, una nieve siempre con sabor calido y resplandeciente y que producia, invariablemente, una masa blanca y algodonada que alumbraba las noches de una luz extraña, misteriosa y suave. Sentada en el autobús yo miraba asombrada el paisaje que nos rodeaba, los grandes bloques de nieve amontonados en los bordes de las calles, el paso lento del trafico, las maquinas que iban como inmensas tortugas tirando sal sobre el asfalto. Y el cielo negro, oscuro, y el sol que no aparecía. Esto era lo que miraba con más intensidad: este cielo tan oscurecido pero como por una negrura interna.

En el autobús reinaba el silencio. Un silencio como el de ahora, amigo y compañero. Sentada y apacible, mis manos reposaban sobre el libro que estaba leyendo pero sin abrirlo aún. Era El Sexto Invierno, de Douglas Orgill, una epopeya moderna que trataba de un cambio climático. Pero este tema no era conocido aún, en aquellos días, nadie había oído hablar de cambio climático ni nadie se podía imaginar lo que ocurriría. En la novela empezaba de repente a nevar, y a nevar sin parar hasta que todas las sociedades tenían que sobrevivir a este extraño y penoso invierno que no paraba, que se había instalado como eternalmente sobre la tierra. Era un libro sobre una aventura mística, un viaje hacia el Apocalipsis blanco.


Fue en aquel autobús que sentí por primera vez algo, como si en alguna parte una puerta se hubiese abierto y yo hiciese parte de este algo. ¿Qué fue? No lo sé. Solo un reconocimiento, un asentimiento interior, una certeza sobre un espacio que me abrazaba con una cierta amistad. Cerré los ojos. Y entonces te vi, como te veo ahora, mi caballero, mi protector y mi salvación. Te vi mirar el horizonte ocre y vacío. Yo, sentada bajo tu sombra, oía tu respirar hondo y placido, tu palpitar del corazón. Habías visto algo en el tejado del cielo, allá a lo lejos.


Y cuando volví a abrir mi mirada todo seguía igual, nada había cambiado. Apenas el autobús 110 se había movido. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba tu fuerza animal que durante unos segundos me había parecido tan presente, tan vital, más presente y más vital que lo que me rodeaba? ¿De donde había llegado esta imagen de nosotros dos en medio de un paisaje de ocre y de sequedad áspera? Miré alrededor mío, había mucha gente en el autobús. Y de repente me di cuenta que alguien, no sé si un hombre o una mujer, llevaba entre sus manos el mismo libro que yo estaba leyendo. Quise poner una figura, ver quien era pero ya estábamos llegando a mi parada. Me levanté, me dirigí hasta la salida trasera del autobús y bajé con la incógnita de quien estaba leyendo El Sexto Invierno.


Esta impresión de reconocimiento desapareció durante varios días. La vida seguía su curso normal y acabé por olvidarla. En el trabajo preparábamos, Maggie y yo, las actividades de la semana de vacaciones que eran fijadas en las escuelas para dar descanso a los maestros. Durante estos días de descanso muchos niños vendrían al centro. Habría salidas a museos, a parques, al cine. Necesitábamos alquilar autobuses, comprar billetes, arreglar los itinerarios. Yo me sentía feliz aunque hiciese mucho frío. Pero un día el cielo de repente se iluminó como de una luz amarilla, opaca y espesa, Maggie me llamó desde el portal que daba a la piscina. Estuvimos mucho rato sin hacer nada, solo mirando aquel tapiz nebuloso y brumoso. Tuve la impresión que el aire se había como parado, que la atmósfera era de repente muy pesada, silenciosa ¿Qué estaba pasando? Mis manos temblaban al encenderme un cigarrillo. Sentí de nuevo una sensación de reconocimiento. Dije: Es el final. Maggie me miró sorprendida.

¿El final de qué? preguntó.


Y yo no supe que contestar.


Y muchas veces, ahora, después de todo aquello, sigo preguntándome lo que pasó. Y el por que nunca tuve miedo.


Te estoy diciendo todas estas cosas porqué sé que me escuchas aunque sigas mirando el horizonte con tus ojos pardos, inmensos. En la vacuidad de este espacio has visto algo, quizás otra viajante como yo, acompañada de su dinosaurio. Quizás has reconocido uno de tus congéneres, un futuro compañero. Una de tus patas delanteras se ha movido ligeramente, como el resplandor de unas alas de mariposa. En este espacio dónde ya no existe la noche esperaremos.


¿Cuántas somos? ¿Después de aquellos días, cuantas sobrevivimos? ¿Y tú, animal valiente y bueno, de dónde vienes?


Solo sé que estamos aquí, juntos, libres en este trozo de tierra ocre después de aquello. O antes. Ya no sé.


Quizás esté soñando, soñando en un mundo blanco, frío, de mármol, soñando que estoy leyendo un libro de nieve, soñando en una mujer que se llama Maggie, y en proyectos y salidas.


Quizás todo sea un sueño, y en este sueño te veo a ti, mi amigo el dinosaurio, desde aqui, desde esta nieve y este frío, y nos veo aquí, en este espacio ocre, en este desierto sin noche, esperando otras monturas que llegan desde allí, a lo lejos.

martes, 22 de enero de 2008

Un viaje a la Proust


He dicho pero que desordenado que eres y me he levantado, he ido hacia la ventana, la he abierto de par en par casi con furia pero furia es una palabra muy fuerte, pero sí, furia, y rabia y una paciencia extrema, ya demasiado extrema, una paciencia cansada, una paciencia que dura veinte años. La ventana la he abierto de par en par sobre un jardín que a estas horas de la tarde siempre parece un poco triste, un poco abandonado mientras Javi no dice nada, sigue sentado con el libro abierto, y el patio recibe como una extraña luz oblicua y miro como por primera vez al naranjo que da una suave impresión de gran soledad . Y no sé porque recuerdo aquel invierno de hielo que tuvimos y las largas caminatas que hacia con el perro en medio de una ciudad negra, como abandonada, todo parecía tan especial, tan ausente, y solo lo que daba sensación de vida eran aquellos árboles caídos en medio de los caminos. Y ahora aquí, este jardín con un naranjo y mi rabia. Pero este jardín fue años atrás un jardín vivo, alegre, una fiesta con amigos, risas, yo recuerdo bien que una tarde me despertaron unas risas de unos amigos después de una larga siesta y en el sueño Javi había estado de pie frente a mí, su mirada dura e inconsolable mirando el vacío y también recuerdo haberme dicho, al despertar, que los sueños no mienten y haber llorado este Javi de repente tan desconocido, un Javi que quizás un día yo iba a conocer.


Esta tarde, esta tarde desesperante ya que a veces lo cotidiano es este largo proceso de aceptación y desesperación a la vez, esta tarde los pájaros cantan su ritual melodía y el naranjo me mira como desde muy lejos. Me gustaría ser capaz de volverme hacia Javi y tirarle un libro sobre la cabeza. Pero sigo de pié, mirando el jardín, respirando hondo, procurando calmar algo que ya ni sé si con el tiempo podré apaciguar, he dicho furia pero también rabia. ¿Y que mujer no conoce esta rabia?


He cerrado los ojos y de repente veo a mi madre. Es mi madre, sí. Ella y yo estamos tomando un café en la cafetería de la tienda Sears, mientras afuera el invierno golpea los inmensos ventanales que dan sobre un ancho parking. Le digo a mi madre lo enamorada que estoy de un hombre que acabo de conocer pero lo desordenado que es; y mi madre sonríe, y esta sonrisa me alegra, hoy, esta tarde, siento un inmenso reconocimiento, un clic interior, una percepción sabia, una especie de déja vu pero tampoco es esto. Mi madre me mira y escucha atenta lo que le digo. Mi madre me estudia y sus ojos brillan mucho. Toda su presencia, física y hasta moral, toda ella, su cuerpo ternura, el olor a lavanda que yo respiraba y asociaba a la bondad cuando le besaba las mejillas al despedirme de ella, la suave textura de su piel lisa como la de un niño., la sonrisa de mi madre me permite viajar en este instante parado en el tiempo, o es el tiempo que me permite viajar hasta su sonrisa. El tiempo que no ha pasado, no ha tenido que pasar, no. El tiempo que sigue ahí, aquí, allá, abierto y en espiral, entidad inmortal, espacio inamovible, un lugar como en espera de retorno, que en realidad sólo espera esto: una nueva visita, una nueva mirada. Un tiempo que es como un regalo escondido. Y mi madre en este día de invierno y yo a su lado a través de un camino interior, libre. Y me mira con empatía, sonríe como diciendo que no es importante que Javi sea desordenado, y dice que lo que importa es el amor, solo esto importa, el camino del amor, dice, la oigo tan nítidamente. Ya verás como todo irá bien, hija mía.

Y no solamente el tiempo, este regalo escondido, esta sorpresa, me permite recibir a mi madre aún joven, a mi madre aún llena de energía, a una madre que yo he olvidado, una misteriosa madre aceptando con naturalidad mi amor de un hombre, una madre como un regalo intocable y protegido; si no que también, el tiempo, me hace vivir el sentir de aquellos días y de aquellas mis noches; y revivir el amor aquel que me parecía tan extraordinario con su alegría que casi me ahogaba, con sus dudas que me hacían soñar, por la noche, en humos y fuegos, con esta inconsolable presencia de la pasión que de repente me hace sentir joven, me llena de una alegría manzana, de una energía casi triste. Y todo esto aqui y ahora.


Todo tan presente mientras le vuelvo a decir a Javi que tendría que ser un poco más ordenado porque francamente no hay nadie en el mundo tan desordenado como él.

domingo, 13 de enero de 2008

Unas piedrecillas sobre un tapiz persa









A veces es muy fácil hablar, expresarse, mostrar con simplicidad estas piedrecillas amarradas como clavos en el corazón, piedrecillas de múltiples colores aquí, en este centro, en el centro del corazón.


Y estamos en esta gran sala de inmensos ventanales que dan a un parque. Y es cálido, y es reconfortante este lugar. Como a cada reunión me he sentado en una de las esquinas del ancho tapiz persa. Me gusta este trocito, este espacio sobre esta alfombra floreada y ocre, me gusta porque son unas niñas que lo hicieron, unas niñas con unos deditos de ángel herido.

Estamos reunidos aquí para hablar de estas imágenes que, con el tiempo, suben a la superficie y la mirada amable de Martin nos ayuda a ver más claro en ellas. Y entonces cada uno de nosotros depositamos en medio del tapiz una piedrecilla. Ya van muchas piedrecillas amontonadas, tantas que se han transformado poco a poco en una pequeña montaña. Y cuando la luz del atardecer se infiltra por los ventanales, la montaña de piedrecillas brilla de diferentes tonos y hasta parece viva, parece un corazón hecho de piedrecillas.


Hoy he empezado yo y he hablado de algo que me ocurrió hace muchos, muchos años. Pero curiosamente lo recuerdo todo, todo. Me recuerdo la adolescente que era, alta, el pelo largo, los ojos muy negros y vivos, una adolescente vibrante, fuego y aire y viento yo era, parecía una planta viva, que crecía cada día más y más, una bella planta, una planta llena de sol, abrigada por el sol y por el agua y por la vida. Pero un día mis padres descubrieron mi diario intimo, esto pasa algunas veces, a veces los padres van y miran en la viva intimidad de sus hijas y entonces pasa lo que pasa. Me vinieron a buscar en un campamento dónde yo estaba con mi amiga Sylvia y me dieron una paliza, y si he olvidado los golpes no he olvidado el mensaje, la humillación, el mensaje y la humillación. Aquella furia de ogro rancio, la furia de mis padres, furia de ogro encerrado en su propia caverna sin luz ni aire, aquella furia sigue aquí, dentro de mí. Es una piedra roja. Y desde entonces ya no sé escribir, y mi mesa esta llena de paginas sin acabar.

Y luego ha sido el turno de Pierre y ha dicho que una vez, cuando su padre golpeaba a su madre, y esto ocurría los sábados por la noche, siempre, siempre, Pierre estuvo a punto de clavarle un cuchillo a este padre borracho, alcohólico y sucio, a un padre martirizador, a un padre maldito. Y no pudo, no pudo clavarle aquel cuchillo. Y hoy a Pierre le duele este brazo paralizado en el tiempo, un brazo con una navaja parada en el aire, en un limbo. Y no sabe que hacer con este dolor.


Linda ella ha hablado de sus miedos que crecen y crecen y ahora más desde que ha encontrado un piso, y ahora más desde que se ha liberado de un marido que disfrutaba insultándola. Y este miedo le da ganas de morir, de irse a tirar del puente Jacques Cartier y desaparecer por completo bajo las aguas profundas y negras del Saint-Laurent.


Y la montaña de piedrecillas va creciendo, poco a poco.


Hay días que lloramos, otros no. Depende de las imágenes. Hoy yo no he llorado y me he concentrado en las bonitas flores ocres dibujadas sobre esta alfombra, un tapiz bordado por unas niñas que seguramente tenían manitas de plata. Y me las imagino tristes. Y pensar en ellas alivia mi pena, entiendo que mi pena es algo relativo, que la pena de mis compañeros en este viaje de imágenes es una pena relativa, y hasta la pena de Martin, aunque él nunca hable de ella. Son todas muy parecidas y muy diferentes, nuestras penas, pero todas hacen crecer piedrecillas en el corazón, en el centro de uno mismo.


Sé que un día ya no tendré que colocar más piedrecillas en el centro de un tapiz persa. Y sé que un día ya no habrá más niñas cosiendo en habitaciones negras, sin aire, y sé que un día ya no existirán mesas con papeles amontonados, ni hombres con navajas tristes, ni mujeres con ansias de morir. Y cuando llegue este día quizás la montaña de piedrecillas de todos los colores se derrumba y entonces podremos levantarnos, salir, pasearnos en el parque que hay afuera, del otro lado de los ventanales, un parque muy verde, claro y verde.

martes, 8 de enero de 2008

Entre un hombre y una mujer







En el sueño un hombre y una mujer se desean .Es, simplemente, una historia que me llena de alegría y felicidad. Y al despertarme soy agua y luz.


Es tan simple, pienso, entre un hombre y una mujer. ¿Y por que será tan complicado?



Todo el día he pensado en el deseo. En las veces que he vivido esta energía tan potente. En los hombres que han despertado en mí este fuego incandescente, único, casi tan amarillo como el sol, con su fuerza. Y por qué con ciertos hombres sí y con otros no. En la lección del deseo, en la vida de una mujer. En mi vida.


Recuerdo… No hace tanto tiempo. Estuvimos juntos unos días de verano, quizás fue un mes de agosto tierno y húmedo, aquella cama que yo abrí, de un tirón, y en dónde tú me esperabas con tus alas abiertas. Y me abriste las mías, y hasta me abriste el alma, que es mucho decir.


El deseo entre un hombre y una mujer es la a aparición de esta energía que hace que en nuestros ojos se vean reflejadas algunas estrellas y nuestra cabeza, dónde está también el corazón y el sexo, da vueltas y vueltas como si fuese la tierra.


Hay juego, cuando un hombre y una mujer se desean. Hay mareo. Hay risas. Y los sentidos, todos, se despiertan y vuelven a nacer el hombre y la mujer.


Era una cama muy ancha y blanca en aquel mes de agosto húmedo y tierno. Tú habías llegado de muy lejos, apenas nos conocíamos. Y de repente, entre las sabanas, te reconocí. No sé como fue, pero así fue.


El deseo es luz interior que ilumina, como por primera vez, todo lo que hay y todo lo que tiene que llegar. Inocencia esta luz, sabiduría, sorpresa. Como la tierra en primavera somos, cuando el deseo se apodera de nuestros sentidos, amanecer, onda rica, materna, potente como pasos de gigante enamorado. Y el besar entonces es palabra de silencio. La voz del beso borra el pasado, el futuro. Solo gime este presente inefable, contacto sublime con lo divino y lo carnal.


Aquel verano, aquel mes de agosto húmedo y tierno recuerdo que me encontré con una luz que era la vida misma.


Mira, mira, no tengas miedo de mirar como se aman el hombre y la mujer que se desean... Ve como de repente las manos acarician con más profundidad como si tocasen la tierra con manos de músico, y estos cuerpos que bailan en unión, en conjunto, al mismo ritmo. Ya no hay batallas, diferencias, lucha. Hay, finalmente, armonía.


El deseo que nos unió, aquellos días tan extraños, fue una enseñanza sabia y bella. Aprendí que yo era buena e inteligente, alegre. Que mis ojos podían brillar como la luna. Que mi cuerpo era como la tierra, fuerte como un árbol, resistente como el agua, vibrante como el viento. Y prado verde fue aquella cama.