domingo, 9 de noviembre de 2008

Jean y una tarde de invierno




De repente lo veo acercarse hacia mí: es un chico alto y delgaducho con pelo largo y en su cara una sonrisa amable. Es una tarde de invierno y detrás de los ventanales de la parada de autobús el cielo ya está oscuro y sopla el viento de cristal.

- ¿Qué tal el viaje?

Que difícil es concentrarse en las reuniones familiares pienso mientras acepto la presencia del tío de mi esposo que se ha acercado hacia mí con toda su gentileza y su bondad. Deseo sin embargo estar en otra parte, sola.

- Bien, pero no me esperaba a tanto frío. Me había olvidado del clima de este país.

- Ya se sabe, dice Paul mirándome en los ojos con mucha ternura, esto no es un país, como dice el poeta, pero esto es el invierno.

Hace tantos años que ya no vivo en este país de estaciones inclementes, en este país de gran soledad espacial y triste. Cuando llegué a España, después de haber vivido aquí 30 años, tuve la extraña impresión que de nuevo corría mi sangre en las venas. Le digo a Paul lo duro que es vivir en un país nórdico. Me dice que todo es cuestión de costumbre. Y de aceptación.

- Pero el frío, el frío de aquí es casi inhumano, digo. ¿Cómo aceptar lo que es fuera del humano?

El frío aquí es como una carapaza que se va acumulando dentro de tí. Y uno acaba indefenso, prisionero de ella, en un calabozo de hielo.

Por eso, después de tres décadas, me marché. Y ahora he vuelto para el entierro de la madre de mi esposo. Estamos reunidos en un gran restaurante, yo espero sentada en la entrada, no tengo hambre y dejo pasar delante de mí a los familiares, gente que en el fondo no conozco, que casi nunca he visto. Aquí, como en todos los países nórdicos, las distancias son inmensas, casi inconmensurables. Apenas hay una relación intima entre los miembros de una misma familia. Solo en bautizos o en entierros se reúnen, vuelven a establecer un contacto, vuelven a hacer parte de una tribu. Me he encendido un cigarrillo y bebo a pequeños sorbos un gin con tónica que he ido a buscar antes en el bar. ¿Por qué lo recuerdo con tanta fuerza? Aquel momento en el que se acercó a mí, con su sonrisa buena y gentil, y sus palabras:

- Señorita, ¿se acuerda usted de mi? ¿Cómo esta?

Levanté la mirada hacia él, y en sus ojos vi como una gran expectación, un reconocimiento, una complicidad. ¿Quién era? Algo, si… una timidez absolutamente entrañable, la de un adolescente que ha crecido demasiado rápido y no sabe muy bien como andar, como acercarse, como hablar. Pero él ya no es tímido, casi ya no lo es, él, percibo, ya esta atravesando una barrera de incertidumbres, ya es más fuerte, mas valiente, por eso se ha acercado y me ha interpelado.

- Soy Jean, dijo. El de la clase 220. ¿Se acuerda? Pasamos el curso gracias a usted.

Mi marido ha venido a ver como estoy, si me encuentro a gusto, si necesito algo, si estoy bien. Mi marido es muy amable, siempre lo ha sido y siempre lo será. Es un hombre afable, cuidadoso, delicado. Sin embargo muchas veces lo mataría. Creo que todas las mujeres, en un momento dado, tenemos estas ganas terribles de asesinar a nuestros esposos, por muy buenos que sean y sobre todo si son buenos. Y tenemos ganas de irnos, volando, lejos, lejos, muy lejos de ellos. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Tan difícil es romper vínculos? ¿Más difícil que irse de un país después de haber vivido en él 30 años?


Recuerdo, si, perfectamente ahora recuerdo como una gran oleada de satisfacción y más que eso, de reconciliación. La sentí en aquel momento, frente a Jean. Y la vuelvo a sentir ahora mientras miro a mi esposo dirigirse hacia el comedor con sus dos hermanos. El grupo 220, el que me habían atribuido para que aprendiese a utilizar mi mano dura, como profesora, sobre unos estudiantes con grandes dificultades de aprendizaje. Y fue todo lo contrario: fue mi mejor grupo, jóvenes amables y sencillos que no sabían muy bien que hacer de sus conocimientos, de sus cuerpos, de sus ideas. Fue el grupo que me dio aliento, mientras los otros, los que supuestamente eran normales, me estaban simplemente matando. Sí, el grupo 220 que sin embargo no logró hacerme seguir en el profesorado. Todo esto se lo dije a la directora, ahora recuerdo con cierto malestar, bajo su mirada de acero. Y ella me dijo que estos estudiantes no contaban. Y que por mucho que yo me hubiese dado a este grupo, la puerta se abría para mí, es decir que me echaba fuera de la escuela por no haber sido capaz de controlar a los estudiantes “normales”.

El chico, Jean, me mira con mucha candidez. Yo hasta diría con una cierta pureza. Me mira en los ojos, sin miedo. De repente he olvidado el frío de esta oscura tarde de un invierno que luego la gente llamaría “el invierno de la tempestad de hielo”. Estamos solos él y yo en medio de una nada de complicidad y cariño. Me dice que los otros del grupo están bien, entre ellos sus amigos Pierre, Benoit y François. No trabajan pero él sí, además Jean se acuerda que yo le había obligado a presentarse al examen. Se acuerda que yo le había puesto mi mano sobre el hombro y le había pedido que viniese a examinarse.

Pronto tendré que levantarme de este sillón tan confortable, tendré que hacer un buen papel, sonreír, asentir. Tendré que fingir. ¿Por qué habré tardado tantos años en darme cuenta de esta simple verdad? Que lo que cuenta son las pequeñas realizaciones, y nada más. El retorno a este país de nieve y de hielo me habrá entonces devuelto una certitud.

De repente Jean dice:

- Tengo que irme, mi autobús acaba de llegar. Le deseo una buena tarde. Adiós.

Se va. Largo y alegre, todo él, ondulante, flexible, suave. Como un ángel se va, como un ángel que tuviese otras citas en su agenda. Y yo me levanto para ir a reunirme con la familia de mi marido.

7 comentarios:

AlbertoEstévez dijo...

Relato magnífico. Me gusta esa manera de profundizar en la mente de los personajes y como los recreas en ambientestan normales como puede ser el salón de un restaurante.
Un abrazo, Lydia.
Alberto.

Imagine Photographers dijo...

Bonito relato, describiendo una situación, y a la vez la gran historia de sentimientos y emociones que en un momento se desliza suavemente por nuestro interior.
Un fuerte abrazo y un besito para Laika,
Franki

José Cemec dijo...

Saludos Lydia.

Como siempre, me gustan tus relatos, me hacen sentir más que pensar.

Un abrazo y de Trufa para Laika.

Lydia dijo...

Alberto, gracias por tus comentarios. No habia venido por aqui así que no sabia que amigos habian pasado.

Hasta pronto, Alberto, y que todo vaya bien.

Un abrazo,

Lydia dijo...

Franki, hace mucho que no sé de tí. Espero que todo vaya bien. Te agradezco de tus comentarios y Laika te envia un beso grande, de estos que solo sabe hacer mi querida Laika.

Un abrazo,

Lydia dijo...

Black Eagle, gracias por tus frases, estoy siempre muy contenta cuando mis cuentos llegan, aunque solo sea acariciar suavemente a mis amigos.

Hasta pronto amigo!

Un abrazo,

Anónimo dijo...

lo que cuentan son las pequeñas realizaciones, es verdad, no tenemos nada más

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