domingo, 13 de abril de 2008

La fina línea azul


Unos meses tras haber presentado Bodas de Sangre nos propusieron de montar Yerma y aceptamos, entusiasmados. El maestro Wiseman nos dirigiría. Y una tarde de invierno, después de haber hecho una primera lectura, el director se volvió hacia mí y me dijo sonriendo que yo sería Yerma.

Me quedé atónita y sospesé sus ojitos azules dónde flotaba como una especie de travesura. Me dijo que me había visto en el papel de la Mujer, en Bodas de Sangre. Ahora, dijo, tienes que ir un poco más lejos. Yerma es perfecta para ti.

Yo era tan joven en aquellos meses de aquel invierno canadiense que sería uno de los más fríos del siglo y sabia tan poco de la vida. Yo era simplemente una mujer muy apasionada, muy volcánica y de ideas bastante liberadas. Acababa de llegar de África y me estaba separando tan bien que mal del yugo familial. ¿Yerma? Yerma era todo lo contrario de mí. Eso era lo que creía.

Y desde el principio vi que entre Yerma y yo había como un puente que nos separaba y este puente me producía vértigo. Por momentos veía a Yerma como una abuela y la miraba con un poco de burla por estas ideas que me parecían tan anticuadas como el honor, tan santificado por ella, y esta especie de armadura que llevaba que era una prisión insoportable y que yo rechazaba contundentemente. Pobre Yerma, pensaba antes de dormirme en los brazos de uno de mis amantes. Yo no era lo que se puede decir muy honrada y estaba descubriendo que mi cuerpo era un instrumento musical perfecto, y lo era, lo era... Y era más que esto y entre besos y caricias pensaba en Yerma y en su dureza interior, su inalcanzable esplendor... Además yo no necesitaba ser madre, no era una obsesión para mí no tener hijos. Que ridícula que eres Yerma, le decía, ¿por que sufres tanto por nada?

Y así, poco a poco, empecé a hablarle de la misma manera que ella conversaba con su hijo, con este hijo que nunca llegaría. Yerma, Yerma… para de darte golpes de frente sobre la roca, cálmate, relájate… ¿no ves que te complicas la vida, que buscas algo que nunca tendrás, algo que no quieres entender?

Yo me sentía tan fuerte. Llegaba acalorada en los ensayos, llena de una energía roja y las repeticiones iban a su paso de tortuga, siempre es así al principio cuando una fina línea azul nos separa, actores, de la verdadera realidad de la obra de teatro. Estamos y no estamos en el papel, somos y no somos. Este espacio es como una especie de limbo mental que nos hace sentir como ajenos a todo.

Sin embargo empecé a distanciarme de mis amores, reales, y a quedarme un poco más tranquila en casa. Hablaba con Yerma:

Hija, ¿por que eres tan testadura? Tienes a un Víctor tan al alcance de tus brazos, tan presente y vital, un Víctor muy hombre y suave además. No lo oyes cuando te dice ¿Dónde va lo hermoso? Víctor te ve como eres, y te acepta como eres. Y tú no lo ves, obsesa.

Me molestaba la actitud de Yerma, no la aceptaba. El maestro Wiseman se reía cuando le proponía de hacer de Yerma una mujer liberada, feminista.

- Señorita, concéntrese por favor. No proyecte. Escuche… El trabajo del actor es esencialmente este: el de escuchar.

Aquel mes, era febrero, decidí separarme de mi marido. Esta decisión fue súbita y tajante. Llegué un día al teatro y me confié a Linda, una amiga que tenía el papel de Maria.

Linda se puso a reír a carcajadas y me ofreció un porro de marihuana. Me dijo que no le extrañaba nada mi decisión, que Yerma seguramente me había influenciado en esta. La miré de reojo, a Linda. Y a Yerma.

Y un día sentí que ya no era yo la quien hablaba a Yerma pero ella la que me hablaba a mí. Fue durante una repetición, y estoy convencida que aquel día atravesé la fina línea azul y pasé del limbo a la realidad de Yerma.

Quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies, quiero bordar mis enaguas y no encuentro hilos.

Y al pronunciar estas palabras supe que era yo quien las había pronunciado. No Yerma pero yo. Yo Yerma. Era tan clara mi rebelión, tan presente. Me quedé mirando, extrañada y dolorosamente atenta, al actor que hacia de Juan, Rafael, y vi a Juan, lo vi tan nítidamente, lo miré como lo estaba viendo Yerma. Yerma y todas las Yermas del mundo entero. Contemplé con ira su intransigencia, su obstinación, su machismo, su indelicadeza. Y Rafael se apartó de mí y comprobé que sus manos temblaban un poco y me alegró verlas temblar porque supe que él también había atravesado la fina línea azul.

Aquel día el maestro Wiseman se acercó a mi camarote mientras estaba cambiando mi larga falda negra y espesa por unos jeans Levis. Vino y me acarició la mejilla. Sus ojos brillaban mucho y en ellos había tanto: alegría, expectación, suavidad. Me miró como un padre mira a su hija, con ternura y respeto, es así como lo vi mirarme. Sentí su emoción cuando me dijo:

- Señorita, y ahora, ¿cree usted que Yerma es una mujer liberada?

Ruborizada (los actores somos todos muy tímidos) me senté enfrente del gran espejo y empecé a pintarme los labios. Aún sentía el contacto de los dedos suaves del maestro sobre mi mejilla. Contemplé a la mujer que me estaba mirando detrás del otro lado del espejo, una mujer fuerte, valiente, llena de vida, absolutamente en contra de lo oficial, capaz de hablar, de actuar, de decir lo que ardía dentro de su profunda alma. Y esta mujer era Yerma. Y yo.