sábado, 29 de noviembre de 2008

La mirada de los hombres







Hubo un tiempo en que todo estaba regido bajo la mirada de los hombres. El andar, el vestir, el pensar, el decidir y hasta el ver, todo bajo esta luz solar que era la mirada de los hombres.

Y hubieron noches en que me miraba, desnuda enfrente del espejo ovalo, y me veía como ellos me veían. Las curvas de mi cuerpo, las entrañables formas, los recodos, los defectos, todo me parecía un reflejo de una mujer que solo la percibía unos ojos de hombre. Fuera de esta fuerza masculina yo no existía ni tampoco quería constar en ninguna parte.

Fueron tiempos de gran actividad, a la vez mental, sexual, emocional. Fueron años de inmensas experiencias, de crecimiento. Pero siempre bajo el poderío de la mirada de los hombres.

Un día, paseando a mi amado perro cerca del río St-Laurent, de repente tuve una visión: me vi en un jardín, rodeada de plantas, de gatos y de perros. Recordé a Colette, que decidió terminar su vida en una cierta paz acompañada de estas bestias que durante toda su vida la habían acompañado, perros queridos, amigos, gatos, tortugas, pájaros. Y yo me vi como Colette. Y esta visión, tan súbita, tan presente me dejó paralizada en medio de la calle, casi sin aliento. Mi perro se sentó al lado mío, esperando. Yo seguía viéndome en aquel jardín, y estaba sola. Quiero decir que no había ningún hombre. Me pregunté: ¿Se puede ser feliz sin un hombre? ¿Se puede vivir sin la mirada de los hombres posada sobre sí?

Empecé a llorar, en silencio. La respuesta, que era afirmativa, me hizo tomar conciencia de una etapa que estaba empezando en mi vida de mujer. Siempre es duro liberarse, crecer, embarcarse en una nueva experiencia. Y la vida de una mujer está siempre al alcance de nuevas etapas, etapas difíciles de entamar, etapas de gran fuerza interior.

Aquel día con mi perro y cerca del río más importante del Québec, recuerdo haber pedido, a las Diosas, de ayudarme en este nuevo camino que se abría delante. Quizás ya estaba cansada, en aquel momento, de la mirada de los hombres.

Mi amiga Luisa ha venido a pasar un fin de semana en casa, en el pueblo, y sentadas confortablemente sobre el sofá ,tomando un wisky caliente y acompañadas por nuestros amigos los gatos y los perros y un buen fuego en la chimenea, hablamos de aquel momento esencial en la vida de todas las mujeres, como una bifurcación, un cruce vital en el cual tenemos que decidir que camino escoger. En realidad este cruce aparece en el momento oportuno después de muchas experiencias. Y es bueno que aparezca.

Para Luisa fue el día en el que un hombre la dejó plantada en una habitación de un hotel, en las afueras de la ciudad. Dice que del susto se puso a reír y la risa se transformó en una especie de instrumento de liberación. Y entonces su vida se transformó: ya no hubieron más citas con desconocidos, en hoteles tristes. Y su vida se transformó porque ya no eran importantes estos encuentros. Otras prioridades aparecieron, otras inquietudes. Empezó a hacer Yoga, a pintar, a crear.

Para mí fue cuando decidí abortar. Luisa es la única que sabe de esta historia oscura en mi vida, el momento en que te planteas, como mujer, si darás a luz o no. Esta decisión, entre la vida y la muerte, es la más difícil que una mujer tiene que tomar. Un día leí en una revista feminista que muchas mujeres viven una experiencia metafísica y espiritual abortando. De repente, después de semanas de indecisión, de preguntas sin respuesta y de mucha soledad, la mujer que aborta se transforma. De niña inconciente se hace mujer madura, integra, presente. El precio es el sacrificio. Pero entonces llega una especie de libertad y de fuerza que lo abarca todo, hasta la vida y la muerte.

Ahora, le digo a mi amiga Luisa, ya no vivo bajo la mirada solar de los hombres. Ahora, y esto desde hace varios años, vivo bajo la mirada lunar de otras mujeres, Erica Jong, Germaine Greer, Marilyn French, Doris Lessing, Mary Daly, Gloria Steinem… En momentos de gran inquietud es hacia ellas que voy, buscando, preguntando.

Pero lo que cuenta no es ni la mirada de los hombres ni la mirada de estas amazonas valientes, sino la mía. Mi mirada sobre mí es lo único que cuenta.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Jean y una tarde de invierno




De repente lo veo acercarse hacia mí: es un chico alto y delgaducho con pelo largo y en su cara una sonrisa amable. Es una tarde de invierno y detrás de los ventanales de la parada de autobús el cielo ya está oscuro y sopla el viento de cristal.

- ¿Qué tal el viaje?

Que difícil es concentrarse en las reuniones familiares pienso mientras acepto la presencia del tío de mi esposo que se ha acercado hacia mí con toda su gentileza y su bondad. Deseo sin embargo estar en otra parte, sola.

- Bien, pero no me esperaba a tanto frío. Me había olvidado del clima de este país.

- Ya se sabe, dice Paul mirándome en los ojos con mucha ternura, esto no es un país, como dice el poeta, pero esto es el invierno.

Hace tantos años que ya no vivo en este país de estaciones inclementes, en este país de gran soledad espacial y triste. Cuando llegué a España, después de haber vivido aquí 30 años, tuve la extraña impresión que de nuevo corría mi sangre en las venas. Le digo a Paul lo duro que es vivir en un país nórdico. Me dice que todo es cuestión de costumbre. Y de aceptación.

- Pero el frío, el frío de aquí es casi inhumano, digo. ¿Cómo aceptar lo que es fuera del humano?

El frío aquí es como una carapaza que se va acumulando dentro de tí. Y uno acaba indefenso, prisionero de ella, en un calabozo de hielo.

Por eso, después de tres décadas, me marché. Y ahora he vuelto para el entierro de la madre de mi esposo. Estamos reunidos en un gran restaurante, yo espero sentada en la entrada, no tengo hambre y dejo pasar delante de mí a los familiares, gente que en el fondo no conozco, que casi nunca he visto. Aquí, como en todos los países nórdicos, las distancias son inmensas, casi inconmensurables. Apenas hay una relación intima entre los miembros de una misma familia. Solo en bautizos o en entierros se reúnen, vuelven a establecer un contacto, vuelven a hacer parte de una tribu. Me he encendido un cigarrillo y bebo a pequeños sorbos un gin con tónica que he ido a buscar antes en el bar. ¿Por qué lo recuerdo con tanta fuerza? Aquel momento en el que se acercó a mí, con su sonrisa buena y gentil, y sus palabras:

- Señorita, ¿se acuerda usted de mi? ¿Cómo esta?

Levanté la mirada hacia él, y en sus ojos vi como una gran expectación, un reconocimiento, una complicidad. ¿Quién era? Algo, si… una timidez absolutamente entrañable, la de un adolescente que ha crecido demasiado rápido y no sabe muy bien como andar, como acercarse, como hablar. Pero él ya no es tímido, casi ya no lo es, él, percibo, ya esta atravesando una barrera de incertidumbres, ya es más fuerte, mas valiente, por eso se ha acercado y me ha interpelado.

- Soy Jean, dijo. El de la clase 220. ¿Se acuerda? Pasamos el curso gracias a usted.

Mi marido ha venido a ver como estoy, si me encuentro a gusto, si necesito algo, si estoy bien. Mi marido es muy amable, siempre lo ha sido y siempre lo será. Es un hombre afable, cuidadoso, delicado. Sin embargo muchas veces lo mataría. Creo que todas las mujeres, en un momento dado, tenemos estas ganas terribles de asesinar a nuestros esposos, por muy buenos que sean y sobre todo si son buenos. Y tenemos ganas de irnos, volando, lejos, lejos, muy lejos de ellos. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Tan difícil es romper vínculos? ¿Más difícil que irse de un país después de haber vivido en él 30 años?


Recuerdo, si, perfectamente ahora recuerdo como una gran oleada de satisfacción y más que eso, de reconciliación. La sentí en aquel momento, frente a Jean. Y la vuelvo a sentir ahora mientras miro a mi esposo dirigirse hacia el comedor con sus dos hermanos. El grupo 220, el que me habían atribuido para que aprendiese a utilizar mi mano dura, como profesora, sobre unos estudiantes con grandes dificultades de aprendizaje. Y fue todo lo contrario: fue mi mejor grupo, jóvenes amables y sencillos que no sabían muy bien que hacer de sus conocimientos, de sus cuerpos, de sus ideas. Fue el grupo que me dio aliento, mientras los otros, los que supuestamente eran normales, me estaban simplemente matando. Sí, el grupo 220 que sin embargo no logró hacerme seguir en el profesorado. Todo esto se lo dije a la directora, ahora recuerdo con cierto malestar, bajo su mirada de acero. Y ella me dijo que estos estudiantes no contaban. Y que por mucho que yo me hubiese dado a este grupo, la puerta se abría para mí, es decir que me echaba fuera de la escuela por no haber sido capaz de controlar a los estudiantes “normales”.

El chico, Jean, me mira con mucha candidez. Yo hasta diría con una cierta pureza. Me mira en los ojos, sin miedo. De repente he olvidado el frío de esta oscura tarde de un invierno que luego la gente llamaría “el invierno de la tempestad de hielo”. Estamos solos él y yo en medio de una nada de complicidad y cariño. Me dice que los otros del grupo están bien, entre ellos sus amigos Pierre, Benoit y François. No trabajan pero él sí, además Jean se acuerda que yo le había obligado a presentarse al examen. Se acuerda que yo le había puesto mi mano sobre el hombro y le había pedido que viniese a examinarse.

Pronto tendré que levantarme de este sillón tan confortable, tendré que hacer un buen papel, sonreír, asentir. Tendré que fingir. ¿Por qué habré tardado tantos años en darme cuenta de esta simple verdad? Que lo que cuenta son las pequeñas realizaciones, y nada más. El retorno a este país de nieve y de hielo me habrá entonces devuelto una certitud.

De repente Jean dice:

- Tengo que irme, mi autobús acaba de llegar. Le deseo una buena tarde. Adiós.

Se va. Largo y alegre, todo él, ondulante, flexible, suave. Como un ángel se va, como un ángel que tuviese otras citas en su agenda. Y yo me levanto para ir a reunirme con la familia de mi marido.