miércoles, 29 de septiembre de 2010

Los últimos momentos de la vida de Sarah

Sarah se despierta un poco sobresaltada. Ella no lo sabe, pero le quedan pocas horas para vivir. Nadie sabe estas cosas. En todo caso, esta mañana Sarah abre los ojos como de golpe, como subiendo ferozmente desde una gran profundidad  blanca para tomar aire, y durante unos segundos siente un gran vacío, algo muy  palpable, como una vieja piel de animal muerto entre sus manos, un vacío lleno  de tristeza y de soledad.

Poco a poco Sarah se va ajustando a su entorno, y se deja habitar por esta piel de todos los días, soy Sarah piensa, no cabe duda. Y acabo de tener una pesadilla, y por esto me siento así, tan extraña. ¿En que he soñado? Vuelve la cabeza de lado y mira a su marido que duerme cual un viejo apacible gato. ¿Cómo es posible que él duerma así, tan tranquilo, cuando yo acabo de llegar desde  un mundo tan frío y tan blanco? Porque ahora Sarah se va acordando del sueño donde ella va  andando por un camino y alguien la persigue, sí, eso, alguien detrás de ella,  todo sobre un camino nevado y de repente  un hoyo la traga y Sarah cae, cae… Y es cuando se despierta sobresaltada en este último día de su vida, esta última mañana en esta habitación tan querida donde siempre ella ha encontrado una cierta paz. Piensa Sarah.

En la cocina.

Sarah prepara el desayuno, un buen café con leche para ella y té para Salva. Recuerda súbitamente que de pequeñita su madre le contaba aquella historia tan triste  que ocurría en un país lejano y frío, un país de hielo donde todo era de cristal, las casas, los caminos, los árboles, las plantas, hasta los pájaros y era la historia de una niña que desaparecía bajo un manto blanco, intocable y lejano. Y profundo. Y nadie más supo de ella, de aquella ligera y suave niña de largos pelos de oro. Sarah mira con los ojos gran abiertos a su madre que es como una reina contando este cuento de los países del Norte, muy lejos dice su madre con esta mirada  de animal cansado, ahora Sarah se da cuenta de ello. Pero en este momento, tantos años después de la muerte de esta su madre que le sigue leyendo leyendas, ya es tarde para entender, para abrazar.


Paseo.

A Sarah le gusta salir de paseo después del desayuno. En realidad no es un paseo, o sí, todo depende desde donde se miren las situaciones, Sarah va a dar de comer a sus gallinas que tiene en un corral, arriba en el pueblo. El paseo es suave, como el tiempo. Hoy es ya otoño, piensa. Pasa delante de la casa de la Juanita.

-         Hija, tu siempre activa, dice la Juanita que esta sentada  tomando el sol sobre un banco de madera color yema.  Sarah piensa que Juanita se parece a una vieja lagartija.

-         Si, Juanita, voy a dar de comer a las gallinas.


-         ¿Y los nietos? ¿Cómo están?


-         Tomás esta un poco resfriado, luego llamaré a Paqui.

Es otoño y todo es siempre igual, hay como una continuidad sabida, conocida, apreciada. Juanita se parece a una lagartija simpática, el sol brilla como un inmenso diamante, los árboles son de un verde marino.


Santiago e Inés.

Al acercarse al corral siempre Sarah para en casa de Santiago e Inés y les saluda y les pide como están. Es una costumbre deliciosa, piensa. Santiago siempre la hace reír con sus historias rocambolescas sobre gente que ya no existe, que están enterrados en el cementerio del pueblo hace ya mucho, que son ahora de arena y de sal. Sarah dice: si no fuese por estos momentos, que sería la vida.

En estas palabras hay un poco de desánimo. Quizás el recuerdo, intrínseco, de alguna depresión que aflora a la superficie de este tan inescrutable océano interno. Ni Sarah lo sabe, ni Sarah lo entiende. Ríe con Santiago en este último día de su vida, ofrece esta sonrisa que maravilló, hace 40 años a un Salva elegante y moreno.

Tarde.

Ya falta poco para que de repente la vida de Sarah pare de existir, para que su corazón pare de latir, para que la humanidad de Sarah se transforme en algo misterioso, vacío de respuesta y de sentido. Falta poco pero Sarah no sabe, ni Salva que está hablando con un vecino sobre la leña que el ayuntamiento tiene guardada para la vecindad, ni los otros habitantes que siguen sus vidas como si nada tuviese que ocurrir.

Y yo que no conocí íntimamente a Sarah quiero imaginármela con esta ligereza de paso de gacela andando hacia su casita, tengo que llamar a Paqui piensa Sarah. Es un bello día de otoño, reflexiona mirando el cielo arriba, de azul claro,  de un azul clavo, manto despejado sobre la vida de Sarah que ya nunca podrá contemplarlo de nuevo.


domingo, 19 de septiembre de 2010

Ha muerto Sarah

Al traerles unos pastelitos Santiago e Inés me han anunciado la muerte de Sarah. Lloraban los dos, la conocían desde tantos años.
Y es así que los he acompañado aquí, en el tanatorio del pueblo vecino donde casi toda la familia de Sarah ya ha llegado desde el Norte del país.

En un tanatorio los visitantes son de variadas especies, todas muy interesantes. Hay los que lloran sin parar. Lloran inconsolables, tristes y desamparados, quizás hasta lloran por nosotros, por todos, por los muertos y por los vivos. Y hay los que están muy serios. Estos no lloran. Sus caras son como mascaretas rígidas e impenetrables. Hay los que pasan, amigos que se han enterado por otros vecinos. Estos miran como sorprendidos y quizás hasta estén felices de estar vivos. Siempre acaban hablando de otras cosas, del último coche o del ultimo partido.

Yo soy una vecina, no conocía mucho a Sarah, solo de haberla visto de vez en cuando cuando venia a traer restos de comida para las gallinas de Amparo. Una mujer elegante, muy agradable, siempre sonriente. Ha muerto esta tarde, de un paro cardiaco. Así, de repente. Sin más. Como si un rayo le hubiese caído encima.

Los hijos han llegado todos en el mismo coche, pálidos, como medio atontados. Al entrar en la salita se han oído sollozos que me han recordado el canto misterioso de las ballenas. Sollozos como oleadas, subiendo y bajando, unos más claros, otros más profundos. No se le puede nada enfrente de un sollozo de ballena, un sollozo de un ser que no entiende lo que está pasando, un sollozo que se alza en los aires como pidiendo una respuesta. Detrás de la vidriera yace el cuerpo de Sarah, dentro de una caja de madera oscura. Esta, para mí, es la respuesta.

Otra vecina se ha presentado con una caja llena de tacitas y un termo con café. Sus manos oscuras de trabajar la tierra han acariciado la frente de una de las hijas.

¡Mamá! otra hija ha chillado. Los hombres, afuera, se han mirado en un silencio íntimo.

Nadie entiende la muerte, por mucho que sepamos que es la única razón del vivir. Por mucha religión y por muchas historias inverosímiles, nadie la entiende, nadie la acepta, nadie la desea. La muerte llega, atraviesa vidas, rompe vidas, atraganta espacios queridos, separa.

En el lapsus de una hora se nos ha ido Sarah, dice el alcalde, su hermano.

En la salita se han infiltrado otros vecinos, entre ellos dos ancianas. Las miro de reojo. No sé porque pero las ancianas saben comportarse con elegancia cuando la muerte se presenta. Es cosa de experiencia, digo yo. Mis dos vecinas están sentadas y están presentes. Están. Son como dos columnas inmóviles, fuertes, imponentes. Solo mirarlas me produce una calma extraña y bienaventurada. El esposo de Sarah, sentado en frente de ellas, desconcertado mira fijamente sus manos.

Más tarde vuelvo al pueblo con Inés y Santiago. Los acompaño hasta la puerta de su casita, muy cerca de la mía. Nos deseamos buenas noches y si dios quiere nos veremos mañana. Antes de entrar en mi casa respiro hondo. Y me quedo un ratito mirando las estrellas allá arriba, muy brillantes.