jueves, 7 de agosto de 2008

La vida de los otros






Concebidas y paridas en el dolor, eso era lo que mi madre decía cuando el cansancio y el aburrimiento o la culpabilidad se apoderaban de ella y empezaba a hablar los ojos muy gran abiertos: que horror cuando nacisteis, fue lo peor que me ha ocurrido, tú sobre todo, la primera, casi me matas; y sus ojos brillaban de un fulgor doloroso que era como un rayo de fuego sobre este pasado que ella no aceptaba, esta experiencia que ella no aceptaba, rechazada, quizás toda su vida también y con mucha rabia, aunque mi madre creo nunca supo a que punto la rabia era de lo que ella hablaba. La rabia. Mi hermana y yo, quietas, escuchábamos procurando visualizar el dolor, entonces creíamos que se trataba sobre todo de dolor, un dolor físico, un dolor palpable, entendible. Pero ¿cómo visualizar el dolor de una madre que te lleva al mundo? ¿Cómo visualizar, sentir, vivir el sufrimiento de una madre que te da la vida, que te nace? Nos mirábamos de vez en cuando mi hermana y yo, inquietas. Yo siempre me preguntaba el por que mi madre nos hablaba de todo esto, y siempre, siempre quise escuchar lo que ella no decía, siempre atenta a las palabras que no se pronunciaban. Oyendo esta rabia que era también mi rabia y que ha sido siempre mi rabia. Pero aún así, con mucha atención, no sabía nunca del fondo de la vida de mi madre. Nunca se sabe a fondo la vida de los otros.

Tampoco estoy muy segura sobre la entidad llamada Juan, mi esposo. Pienso en Juan, que he dejado en la casa y estoy convencida que mi ausencia no le está causando ninguna preocupación alguna, que me he ido pero que todo sigue igual, que yo no esté es como si yo estuviese, o al revés. Y sin embargo no estoy segura que todo esto sea cierto, esta idea de Juan en casa solo, entre sus libros y sus papeles de Universidad, esta idea fija que me he hecho de él durante estos años, ya muchos, de convivencia. En realidad no estoy segura de nada. Una cosa es cierta, verdadera, inteligible: esta carretera que se abre enfrente de mi como un gran abrazo y el paisaje que la bordea, árboles de todos los colores, amarillo, zafrán, naranja oscuro, verde, lila, azul, casi azul a veces. Es otoño aquí ya, en el Vermont. La atmósfera huele a madera, a tierra húmeda, a chimenea. A veces me paro en tiendas que hay en el borde del camino, pequeñas tiendas al estilo Nueva Inglaterra dónde una puede encontrar de todo: muebles de buena calidad, ropa, souvenirs de todo tipo, comida: miel, mermeladas típicas de la región, pasteles naturales, hechos con avena y pasas, fruta, quesos saborosos...

Siempre me ha gustado mucho conducir, me siento segura, fuerte, valiente y adulta. Y sobre todo me siento en control de mi vida. Pero solo conduciendo. En la vida no soy así. Mi vida es un camino de inseguridades, de miedos, de dudas. O almenos es así como me parece que es. Tampoco estoy segura de ello.

Es para recordar a mi madre que he vuelto aquí, en esta región tan bella. Hace diez años que mi madre murió y he querido hacer este viaje sola y también lo he querido hacer para decidir sobre mi relación con Juan. Reflexionar sobre mi madre, sobre su vida y su rabia y sobre mi vida y mi rabia. Todo va tan unido, la rabia de los padres con la nuestra.

Madre, pienso. Cuantos caminos hemos tomado para no parecernos a ti, para separarnos de ti, para convencernos de que éramos diferentes. Cuando decías, por ejemplo, que nos teníamos que casar vírgenes y que nos teníamos que casar con un hombre rico. Quizás todas las madres proyectan. El caso es que yo no me casé ni virgen ni con un hombre rico. Y antes de casarme tuve tantos amantes que un día paré de contarlos. Pero esto no me hacía diferente de ti, ni mucho menos.

O alomejor fui así para compensar tu sequedad, tu frialdad.
No sé.

Aquí, en esta región del norte del Vermont, cerca de Burlington, he alquilado una habitación en un hotel. Hace muchos años vinimos juntas tú y yo y Juan también estaba con nosotras, era otoño y aquí entendí por primera vez tu gran soledad, espejo de la mía. Los reproches continuaron, siempre es así, las hijas no paramos de reprochar a las madres nuestros errores. Continuaron hasta tu muerte, en un hospital de Barcelona. ¿Acaso no hay escapatoria alguna? ¿Seré siempre una continuación de lo que fuiste? La rabia, tu mirada sobre la vida y los hombres, me han hecho y creado, la rabia la tengo entre el tejido de mi piel, es inseparable de mis células, está en mi sangre. Quizás y ya a lo lejos percibo el techo rojo del hotel, quizás no es suficiente entender la rabia. No sé. Tu vida fue un misterio. Pero ya pronto entraré en una habitación tan parecida a la que alquilamos hace muchos años, encenderé un fuego en la chimenea y te volveré a ver, tu perfil serio y triste volveré a mirar y otra vez sentiré que la vida de los otros siempre es una ilusión sin salida.