Yo recuerdo perfectamente aquel domingo, un día parado en el
tiempo (porque se trata de esto) en los jardines del Hospital San Pablo,
espacio donde tuvo lugar nuestra despedida, en familia, todos juntos, primos y tíos
y mi madre tan bonita y triste ella también, la abuela, las hermanas de mi
madre, todas tristes mientras nosotros jugábamos a indios y sheriffs pero sin
ganas ya que fue el ultimo domingo antes de hacer el gran salto, como decía mi tío
Daniel, nos perseguíamos entre los pabellones de arquitectura gaudiana,
nuestras piernas como las de unas gacelas, pero era el ultimo día, yo lo sabia,
todos lo sabíamos. Ya nunca más volvería a ver a mi tía Teresa, y los otros,
aquellos que hacían parte de mi mundo y de mi vida, de esta esfera de una niña
de 11 años, tampoco los volvería a encontrar. Los océanos separan hasta la
eternidad. En la foto estamos todos los primos mirando, contemplando algo en el
horizonte interno, si miro con la lupa veo el principio de una mueca triste
sobre mi carita, algo que con el tiempo se transformaría en arruga perpetua. Aquí
estoy hoy, mirando una ultima reunión de despedida de mi infancia. Dos días después
subiríamos en el avión que nos llevaría en América, para siempre. Porque aunque
uno después vuelva, sea de vacaciones o sea para empezar de nuevo lo que se nos
arrebató, por mucho que uno se esfuerce ya nada es como antes, hasta los
jardines de aquel hospital han cambiado y esto por mucho que sigan en el mismo
punto. Luego iríamos a tomar un vermut en el bar de la esquina, como de costumbre.
Mi tío Daniel contaría otra de sus aventuras marítimas, los adultos reirían de
sus peripecias para apaciguar el silencio horroroso que producen las
emigraciones.
lunes, 8 de octubre de 2012
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