Lo que más me gustaba eran estos encuentros improvisados dónde el griot cantaba unas extrañas y bellas melodías y todos estábamos allí,
en medio de algo que parecía un retorno a una tradición tan antigua y a la vez
tan necesaria. Podían ser historias del pueblo, o del país o de una familia. El
sentido de las palabras yo no lo entendía pero esto no importaba. Entre los vasitos
de té yo escuchaba atenta aquella voz que subía y bajaba como el vuelo de un pájaro.
Las horas pasaban fuera del tiempo. Los grupos estaban divididos, los hombres
de un lado, las mujeres del otro. Sus risas, de ellas y ellos, me reconfortaban
de algo que yo sabia era sano como es necesaria el agua en el Sahel. Fue allí, en aquellas
habitaciones húmedas y apenas bonitas que me enamoré de todo aquello. Era como volver
a algo que había sido siempre mío, un camino que yo había de pronto encontrado,
que yo siempre había buscado sin saberlo. Los niños afuera jugaban sobre un
suelo polvoriento y sucio. Hoy me pregunto: ¿qué será de ellos? De aquellos
amigos que con solo una sonrisa me abrazaron toda mi. ¿Y los niños? Ahora son
adultos, si han sobrevivido a hambrunas o conflictos o simplemente a esta
miseria que no nos atrevemos a mirar de frente. Muchas noches de insomnio me
permiten visitarlos de nuevo, sea en sus calles abiertas a un sol herido y
duro, sea en habitaciones donde el griot canta las antiguas epopeyas de un pasado o presente con sus tesoros y epopeyas, sus reyes y sus príncipes,
aventuras y fatalidades. Sí, vuelvo a ellos como una retorna a sus propias raíces.
Yo soy lo que fui en aquel lugar y la visión que tengo del mundo se afinó en
aquel espacio que mi percepción sabe que existe porque existió. Si todo esto
explota algún día y todo desaparece yo sé que seguirá cantando el griot, de su
voz profundamente sabia, la historia de
la Humanidad.
miércoles, 10 de octubre de 2012
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