A nuestra edad tenemos historias que contar y experiencias y
memorias de varias vidas, las de nuestras madres y abuelas también, nuestros
antepasados, nuestras familias. En casa las historias sobre la guerra eran mis
preferidas ya que en la mente de mi madre, la contadora, aquellos años fueron una gran aventura llena
de peligros y desafíos. Las contaba siempre como la niña que fue, con inocencia e ingenuidad, casi en una dimensión
de inconciencia. Una de sus historias,
mi preferida, siempre la recuerdo con cierto estremecimiento. Cuenta mi madre
que un día mi abuela, sentada en el gran comedor ya tarde la noche tibia de agosto del 36, oyó como se reunían unos hombres en la casa del lado.
Hablaban fuerte y mi abuela llegó a escuchar la conversación que se tramaba.
Iban nombrando, de una lista, ciertos nombres de habitantes del pueblo, y a
cada nombre le daban una sentencia: no o sí. El no era dejarlo vivo, el sí
ejecutarlo. En un momento dado nombraron a mi abuelo, el farmacéutico. Mi madre,
al llegar a este tramo de la historia, para de hablar durante unos segundos
para dar énfasis a la situación, hacerme ver en este silencio la gravedad de
aquel momento, hacerme sentir que en aquel instante mi abuela se quedó ella
también en un espantoso silencio interior, como en el borde de un precipicio, a
punto de caerse. Mi corazón de niña latía fuerte. Los ojos de mi madre
brillaban de una luz extraña. Los hombres decidieron por el no ya que un farmacéutico
en un pueblo era importante y ya que mi abuelo nunca había hecho política, no
había sido de ningún bando y se había negado a presentarse como alcalde. Esta
historia, que yo siempre pedía a mi madre de contarla, es mi preferida de
todas. Y mi madre terminaba diciendo siempre las mismas palabras: cuando tu
abuela nos contó todo esto al día siguiente, lloraba.
sábado, 13 de octubre de 2012
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