La única vez que vi llorar a mi hermana fue en aquella tarde
de otoño en su cochecito rojo circulando por las espesas calles de Montreal. Ella
se puso a llorar y yo no supe que decir. Sí, el otoño ya había empezado a
mostrar sus signos vitales: un sol más dorado y como más pesado, las hojas de
los arces mostrando ya sus venas de
cobre, los paseantes con sus jerseys puestos… Todo indicaba el nuevo clima que
llegaba siempre con sorpresa después de un verano húmedo y asfixiante. Mi
hermana lloraba detrás del volante de su Honda deportiva. Dijo: “Me hace tanta
pena que te vayas”. Yo no supe que decir encerrada en aquel cubículo movedizo,
mirando como por ultima vez aquellas arterias de una ciudad que no sabia que
amaba tanto porque uno no sabe nada hasta que las cosas simples te golpean la
cara, creyendo indispensable el irme de allí, sin objetividad ya las maletas
esperando en una habitación y el billete de avión en mi bolso de cuero. Todo
estaba listo, no había marcha atrás. Le puse una mano sobre la suya y le dije
que nos volveríamos a ver pronto. Ella siguió llorando en silencio, conduciendo
con agilidad como si nada.
domingo, 7 de octubre de 2012
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2 comentarios:
Lydia, te estoy leyendo y son recuerdos preciosos todo lo que leo. Es emocionante verte así y me gusta, es como si te conociera más que antes. Un besdo Lola
Gracias Lola, un abrazo fuerte para tí.
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