sábado, 27 de octubre de 2012

Tomando té






Las manos de Sabina bailan sobre la tetera. Hace un calor amarillo y espeso. Abdoul dice: “¿Sabíais que Touré ha echado a su esposa de  casa?” El té huele a menta y el perfume me sube a la cabeza. Me gusta estar aquí. “¡He! ¡Algo hizo Touré!” Las risas suben como nubes ligeras y yo cierro los ojos. Niños nos miran sentados sobre el suelo, apartados y fascinadas sus miradas, oscuras lunas negras pienso dentro de mi cabeza alegre. “Se largó con el jefe de la compañía de construcciones, un francés. ¡He! ¡He!” El té hierve en la tetera que es azul como el cielo afuera. “Mais! ¡Si se fue será porque Touré no le hacia reír en la cama! ¡He!” Sabina me guiña un ojito travieso mientras añade perlitas de azúcar en la tetera azul, azul como el resplandor de la mirada de François que no esta,  nunca más porque se fue, hace mucho. “¡Pues los Tourés del mundo entero que se enteren!” exclama Fatou tapándose sus hermosos labios con su mano de color de arena. Afuera el sol brilla, el cielo baila lentamente, y mi corazón late, feliz. Pronto beberemos este té de oro en unos pequeñitos vasitos de espeso vidrio. La vida, a veces, es así de magnifica.


jueves, 25 de octubre de 2012

La importancia de las piedrecitas





Sentado en un banco de un parque el hombre, ya mayor, miraba con interés una piedrecita que había ido a parar entre sus dos pies, una piedrecita normal y corriente, oscura, irregular su forma. Parece mentira que no nos demos cuenta de la importancia de las piedrecitas, pensaba el hombre. Están aquí desde milenios, son más ancianas que nuestra especie animal y apenas las miramos. Sin embargo cada piedrecita tiene su propia historia, su destino casi eterno. Esta, la que el hombre miraba con interés, ¿cuanto tiempo es de su existencia? Cuantas historias alrededor de la piedrecita oscura entre mis dos pies, que miro con una especie de fascinación. Claro, claro, a Dingo le gustaba tanto que le tirase piedrecitas en el aire, él saltaba como un saltimbanqui, arriba arriba saltaba mi amado perro de orejas puntiagudas y hocico como muy esnob, mi amado Dingo que corría como una gacela en el campo verde (siempre lo recuerdo verde) y yo lo miraba como se estudian las más bellas pinturas de este museo que es la vida misma, corría y sus orejas apuntaban el cielo azul con unas nubes de miles formas, el campo verde nos rodeaba como una cúpula amable, yo tirándole piedrecitas que él buscaba como un cazador atento, piedras en el aire bailaban como bolas de cristal, las patas de Dingo levitaban, su cuerpo negro flotaba unos segundos en el aire y el tiempo entonces se ralentizaba, yo veía el brillo de su pelo moverse como algas, con una lentitud acuática, aquella energía luego se expandía, todo volvía a la normalidad, Dingo corría como un loco, ladraba con su voz de tenor, y ahora que cosa tan extraña, esta piedrecita tan común que nadie ve de repente parece un diamante pero deben ser mis lagrimas que hace que una simple piedrecita cambia de forma y luminosidad como mismo este corazón mío.

martes, 23 de octubre de 2012

Ciertos lugares de mujer

Brassai



El recuerdo de abrazos y caricias, de pasiones y deseos, de manos y piel en una danza suave, besos, pelo revuelto, sonrisas, suspiros. Me pregunto a veces porque esto, todo esto que pasó sigue presente en mi cuerpo, como pequeñitas cicatrices y antiguos caminos que tomé y en los cuales viajé como la gran aventurera que fui, que nunca he parado de ser, que siempre seré, en mi cuerpo y en mi mente, arriesgándome al equivoco, no pasa nada. Hace mucho tiempo, pero mucho, amé con misterio y alegría. Como mariposas perdidas y sin rumbo sus nombres revoletean en mi mente, pidiendo espacio y dirección. Yo solo recuerdo camas alegres, conversaciones, paseos. Hubo sin embargo otras cosas. Algunos nombres, que guardo secretamente en una libreta de anotaciones personales: un día lo quemaré todo, cuando sea luna negra. Sí, quiero sin embargo recordar lo feliz  que fui en medio de tempestades y lo fuerte que me hice y las pequeñas cosas que entendí. No hay que olvidar que existe, como el veneno de algunas serpientes,  la otra cara, la misteriosa cara oscura y dual de toda realidad y porque supe ver sus dos lados (y porque me mordieron los dos lados) ahora, sinceramente, prefiero libros sobre mi cama y mis gatos y mis perros. Y el silencio de mi habitación ocre y el otoño. Cada mujer es un mundo. Y en todos estos nuestros mundos  caben lugares para cuentos, historias, leyendas. Los príncipes existen, también los dragones. Lo que no sabíamos es que somos todo a la vez, que el dragón esta en nosotras y también el  príncipe. Ahora hemos entendido que podemos decidir como termina la historia, como tiene que acabar este cuento. Y es por eso que mis recuerdos son mariposas de una gran belleza pero solo son recuerdos de mariposas fugaces viajando en lugares y fronteras en mi memoria, marcas, pasajes. La realidad es esta cama vacía, que he elegido vacía, los libros que me esperan cuando el anochecer se asoma, los perros que miran en silencio mis paseos nocturnos, mis lecturas difíciles y mis gatos que deducen de mi ignorancia.


sábado, 13 de octubre de 2012

La Lista




A nuestra edad tenemos historias que contar y experiencias y memorias de varias vidas, las de nuestras madres y abuelas también, nuestros antepasados, nuestras familias. En casa las historias sobre la guerra eran mis preferidas ya que en la mente de mi madre, la contadora,  aquellos años fueron una gran aventura llena de peligros y desafíos. Las contaba siempre como la niña que fue,  con inocencia e ingenuidad, casi en una dimensión  de inconciencia. Una de sus historias, mi preferida, siempre la recuerdo con cierto estremecimiento. Cuenta mi madre que un día mi abuela, sentada en el gran comedor ya tarde la noche  tibia de agosto del 36, oyó como se reunían unos hombres en la casa del lado. Hablaban fuerte y mi abuela llegó a escuchar la conversación que se tramaba. Iban nombrando, de una lista, ciertos nombres de habitantes del pueblo, y a cada nombre le daban una sentencia: no o sí. El no era dejarlo vivo, el sí ejecutarlo. En un momento dado nombraron a mi abuelo, el farmacéutico. Mi madre, al llegar a este tramo de la historia, para de hablar durante unos segundos para dar énfasis a la situación, hacerme ver en este silencio la gravedad de aquel momento, hacerme sentir que en aquel instante mi abuela se quedó ella también en un espantoso silencio interior, como en el borde de un precipicio, a punto de caerse. Mi corazón de niña latía fuerte. Los ojos de mi madre brillaban de una luz extraña. Los hombres decidieron por el no ya que un farmacéutico en un pueblo era importante y ya que mi abuelo nunca había hecho política, no había sido de ningún bando y se había negado a presentarse como alcalde. Esta historia, que yo siempre pedía a mi madre de contarla, es mi preferida de todas. Y mi madre terminaba diciendo siempre las mismas palabras: cuando tu abuela nos contó todo esto al día siguiente, lloraba.

viernes, 12 de octubre de 2012

La muerte de Franco




El día en que se anunció la muerte de Franco estábamos practicando La Zapatera Prodigiosa en un pequeñito teatro. Todos estaban frenéticos, incapaces de concentrarse enteramente en sus papeles. Alguien llamó por teléfono y vino corriendo. “¡Ha muerto!” Hubo como una gran consternación en el grupo. Luego, como por arte de magia aparecieron botellas de champagne. Lo que recuerdo de aquel día de otoño son las hojas húmedas del parque que rodeaba el teatro pero también la cara alegre de un amigo de mi padre, Pablo Velasco. Lo recuerdo tan claramente, como levantaba la copa brindando por algo que acababa de pasar y al mismo tiempo por algo que tendría que pasar: este sueño de una democracia, al fin. Todas estas cosas me parecían insólitas, yo era una adolescente que apenas sabía quien era Franco y tampoco me interesaba mucho en ello. Brindamos pues. Mi mirada de hoy se posa sobre la presencia de aquellos inmigrantes que salieron del país y que cada semana se reunían montando obras de Lorca y con la esperanza de guardar un poco algo que habían dejado lejos. Aquel día no había nada que los separaba de los otros españoles que también brindaban con champagne por un gran futuro que se anunciaba claro y nítido, bueno y rico, feliz y prospero y justo. Que inocentes que somos los seres humanos, después de todo. 

jueves, 11 de octubre de 2012

Mi abuela y la guerra



Las abuelas adoran charlar, esto se sabe, es casi una tradición, hablan y hablan y no hay nada ni nadie que las pare, ni un tren de alta velocidad podría con ellas, es increíble. Yo recuerdo la mía y era todo una locomotora: y venga hablar de la guerra, y eso y lo otro mientras yo procuraba leer en paz a mi amado Stephen King pero no había manera, la voz de mi abuela lo podía con todo, hasta con el canto de los pájaros del jardín que habían parado sus melodías en un silencio  misterioso como escuchando sus historias de familias destrozadas, vidas aniquiladas, rutas y calles y ciudades abiertas como grandes pozos heridos. Mi abuela tenia, hay que reconocerlo, mucha imaginación, casi o mas que el maestro King. Y hablaba mientras tejía y también decía cosas extrañas como que en la guerra no solo quedan muertos en el suelo, no hija mía, lo que queda también son fantasmas. ¿Fantasmas? preguntaba yo extrañada. Sí, fantasmas, decía ella con ímpetu, y muy potentes y vagan, vagan sin cesar en esto que vosotros llamáis tiempo linear pero ¡ojo! ¡de linear nada! El tiempo, repetía mi abuela, es todo menos una serie de acontecimientos. El tiempo es circular, repetitivo y con varias capas, el tiempo  se olvida a veces de que “las cosas ya han ocurrido”. Yo la miraba con curiosidad. Ya veras, insistía mi abuelita. Ellos están, estos fantasmas, y caminan entre nosotros y cuando menos te lo esperas toman posesión de lo que fue, vuelven con sus historias inacabadas, insisten en replantearse en este momento, este tiempo. Ya veras, decía ella mirándome de reojo.

miércoles, 10 de octubre de 2012

La voz



Lo que más me gustaba eran estos encuentros improvisados dónde el griot cantaba unas extrañas  y bellas  melodías  y todos estábamos allí, en medio de algo que parecía un retorno a una tradición tan antigua y a la vez tan necesaria. Podían ser historias del pueblo, o del país o de una familia. El sentido de las palabras yo no lo entendía pero esto no importaba. Entre los vasitos de té yo escuchaba atenta aquella voz que subía y bajaba como el vuelo de un pájaro. Las horas pasaban fuera del tiempo. Los grupos estaban divididos, los hombres de un lado, las mujeres del otro. Sus risas, de ellas y ellos, me reconfortaban de algo que yo sabia era sano como es necesaria  el agua en el Sahel. Fue allí, en aquellas habitaciones húmedas y apenas bonitas que me enamoré de todo aquello. Era como volver a algo que había sido siempre mío, un camino que yo había de pronto encontrado, que yo siempre había buscado sin saberlo. Los niños afuera jugaban sobre un suelo polvoriento y sucio. Hoy me pregunto: ¿qué será de ellos? De aquellos amigos que con solo una sonrisa me abrazaron toda mi. ¿Y los niños? Ahora son adultos, si han sobrevivido a hambrunas o conflictos o simplemente a esta miseria que no nos atrevemos a mirar de frente. Muchas noches de insomnio me permiten visitarlos de nuevo, sea en sus calles abiertas a un sol herido y duro, sea en habitaciones donde el griot canta las antiguas epopeyas de un pasado o presente con sus tesoros y epopeyas, sus reyes y sus príncipes, aventuras y fatalidades. Sí, vuelvo a ellos como una retorna a sus propias raíces. Yo soy lo que fui en aquel lugar y la visión que tengo del mundo se afinó en aquel espacio que mi percepción sabe que existe porque existió. Si todo esto explota algún día y todo desaparece yo sé que seguirá cantando el griot, de su voz profundamente sabia,  la historia de la Humanidad. 

lunes, 8 de octubre de 2012

El ultimo día de mi infancia




Yo recuerdo perfectamente aquel domingo, un día parado en el tiempo (porque se trata de esto) en los jardines del Hospital San Pablo, espacio donde tuvo lugar nuestra despedida, en familia, todos juntos, primos y tíos y mi madre tan bonita y triste ella también, la abuela, las hermanas de mi madre, todas tristes mientras nosotros jugábamos a indios y sheriffs pero sin ganas ya que fue el ultimo domingo antes de hacer el gran salto, como decía mi tío Daniel, nos perseguíamos entre los pabellones de arquitectura gaudiana, nuestras piernas como las de unas gacelas, pero era el ultimo día, yo lo sabia, todos lo sabíamos. Ya nunca más volvería a ver a mi tía Teresa, y los otros, aquellos que hacían parte de mi mundo y de mi vida, de esta esfera de una niña de 11 años, tampoco los volvería a encontrar. Los océanos separan hasta la eternidad. En la foto estamos todos los primos mirando, contemplando algo en el horizonte interno, si miro con la lupa veo el principio de una mueca triste sobre mi carita, algo que con el tiempo se transformaría en arruga perpetua. Aquí estoy hoy, mirando una ultima reunión de despedida de mi infancia. Dos días después subiríamos en el avión que nos llevaría en América, para siempre. Porque aunque uno después vuelva, sea de vacaciones o sea para empezar de nuevo lo que se nos arrebató, por mucho que uno se esfuerce ya nada es como antes, hasta los jardines de aquel hospital han cambiado y esto por mucho que sigan en el mismo punto. Luego iríamos a tomar un vermut en el bar de la esquina, como de costumbre. Mi tío Daniel contaría otra de sus aventuras marítimas, los adultos reirían de sus peripecias para apaciguar el silencio horroroso que producen las emigraciones.

Batallas



Era muy común en casa ser testigo de guerras entre mi madre y mi padre. Mi hermana y yo, sentadas cara a cara alrededor de la mesa, no parábamos de sorprendernos de la intensiva lucha que estaba ocurriendo ante nosotras pero ya habíamos apostado antes de ir a la cena. Eran batallas extraordinarias, solo faltaban los tanques y las ametralladoras. El conflicto hacia años que duraba y cuando estallaba era debido a un sin sentido, ahora me doy cuenta. Sus voces subían, cual aviones de combate. A veces un golpe de puño sobre la mesa, de parte de mi padre, marcaba un punto: aquello era una granada de cañón de fuerte potencia. Mi hermana y yo nos mirábamos, sorprendidas. ¿Llegaría la paz algún día? Yo nunca creí en ello. Recuerdo aquella cena dónde todo fue tan terrible, solo por una cuestión de lengua. Mi madre afirmaba que era importante que sus hijas fuesen en una escuela inglesa pero mi padre aseguraba que el francés, siendo la lengua del país, sus hijas irían en una escuela francesa. Balas volaron alrededor de la mesa bajo forma de insultos y chillidos. Las únicas victimas de aquella guerra fuimos mi hermana y yo. Las heridas de aquel conflicto eterno (esto nos parecía) siguen presentes con sus fantasmas heridos, sus caminos rotos, sus casas destrozadas. Las guerras nunca acaban, por mucho que digan los expertos. 

domingo, 7 de octubre de 2012

La Despedida



La única vez que vi llorar a mi hermana fue en aquella tarde de otoño en su cochecito rojo circulando por las espesas calles de Montreal. Ella se puso a llorar y yo no supe que decir. Sí, el otoño ya había empezado a mostrar sus signos vitales: un sol más dorado y como más pesado, las hojas de los arces mostrando ya  sus venas de cobre, los paseantes con sus jerseys puestos… Todo indicaba el nuevo clima que llegaba siempre con sorpresa después de un verano húmedo y asfixiante. Mi hermana lloraba detrás del volante de su Honda deportiva. Dijo: “Me hace tanta pena que te vayas”. Yo no supe que decir encerrada en aquel cubículo movedizo, mirando como por ultima vez aquellas arterias de una ciudad que no sabia que amaba tanto porque uno no sabe nada hasta que las cosas simples te golpean la cara, creyendo indispensable el irme de allí, sin objetividad ya las maletas esperando en una habitación y el billete de avión en mi bolso de cuero. Todo estaba listo, no había marcha atrás. Le puse una mano sobre la suya y le dije que nos volveríamos a ver pronto. Ella siguió llorando en silencio, conduciendo con agilidad como si nada.