Siempre había alguien, en casa de Remy, que acababa de
llegar desde el Sahel. Remy me los presentaba con una sonrisa en los labios,
una sonrisa medio triste medio burlona y me hacia ilusión hablar con ellos aún
tan habitados por la esperanza. Yo los llamaba las panteras incansables. Delgados
y hambrientos a veces me los volvía a encontrar por las calles rectilíneas de Montreal, un poco despistados ya no por el
cambio sino por el frío. Parecían esqueletos tristes dentro de un abrigo
demasiado ancho para ellos. ¿Cómo podían soportar temperaturas de 40 bajo zero?
Ellos que eran seres de sol y arena. Seguían con esta entrañable amabilidad y suavidad en los
gestos, con sus andares felinos buscando trabajo, así que con su tenacidad incansable, sus
soledades escondidas detrás de sus risas y sus bromas. Algunos enloquecían,
como Boubou de Mali que acabó haciendo pasos de ganso y riendo solo en la
estación de autobuses enfrente de pasajeros que lo miraban con indiferencia. Otros
ya eran alcohólicos después de tres meses, así de Renaud, del Senegal, pidiendo
limosna enfrente de la Universidad. Ahora eran proyectos y alegrías derrotadas
en mil pedazos, promesas irrealizables, esperanzas vencidas. Remy me
aseguraba que de nada servia este dolor que me causaban y lo decía muy serio
mientras me preparaba su pollo con arroz e insistía que cada uno tiene su
destino ya inscrito en la frente, por la mano de Allah el todo poderoso. Algunas
veces, para aligerar mi culpabilidad, me pasaba por la estación de autobuses y
hablaba con Boubou un rato, invitándole a un café con un trozo de tarta de
azucar que a él tanto le gustaba. Decía incoherencias que yo escuchaba viéndole
como si estuviese allá en su tierra de oro, andando cual una pantera bajo el
sol y la arena que él había abandonado pensando que el reino estaba aquí, en
medio de este gallinero de asfalto y vidrio, en esta prisión de hierro
invisible. Ellos ya no eran ni de aquí ni de allá. Eran formas indefinidas en
medio de un océano silencioso.
sábado, 1 de diciembre de 2012
jueves, 29 de noviembre de 2012
El poeta
De vez en cuando Melanie se me acerca como una gatita y me
pregunta que le vuelva a contar mi encuentro con Fadil. Y yo siempre empiezo de
la misma manera: fue un día de otoño, en casa de Remy. Ahí estaba Fadil,
sentado sobre el sofá. Cuando se levantó para ofrecerme su mano me pareció tan
guapo, alto y delgado como una jirafa sonriente. Hablamos un poco de todo,
literatura, arte africano, política. De pronto me dijo que acababa de terminar
su maestría sobre un poeta que murió en las cárceles de Sekou Touré. ¿Y quien
era el poeta? me pregunta siempre Melanie. Y yo le contesto: ni idea gatita mía,
ni idea. Solo sé que cuando Fadil dijo “y se murió de hambre en las cárceles de
Sekou Touré” me enamoré de él, instantáneamente. Fue un flechazo, un relámpago,
llámalo como quieras. ¿Te sentiste electrificada? Y yo: sí, Melanie, me sentí
electrificada, me sentí abandonada, me sentí ofendida, desesperada, enrabiada
con aquellas palabras que Fadil había pronunciado de una voz clara y neta pero
que yo oía como detrás de un muro, un muro de vergüenza, un muro de odio, un
muro de horror, el muro que había silenciado la voz de un poeta. ¿Y lo amaste
muy fuerte? Lo amé con toda una furia que yo mismo desconocía, con todo el amor
que de repente yo sentía hacia el poeta que se había muerto de hambre en una
celda oscura y asquerosamente humana de una prisión del monstruo llamado Sekou
Touré.
martes, 27 de noviembre de 2012
Pequeño recuerdo de oro
Cuando estoy triste recuerdo el Senegal donde fui mujer
feliz. Y recuerdo aquellos niños, en la playa de Saint-Louis, antigua capital. Ellos
habían venido y rodeaban como pequeños bambis, sonriendo y riendo, me rodeaban
de su presencia integra. ¿Por qué has venido hasta aquí? preguntaban. Yo no
sabia que decir. Miraba en sus ojos una alegría que era mía, una sabiduría que desconocía
totalmente. Sus risas, que eran risas naturales como el canto del mar, me
calmaban. Cuando estoy triste los recuerdo, cuerpos oscuros sobre aquella arena
de plata. Reían, sus manos tibias bailaban en los aires, suaves y ligeras como libélulas
de oro. Los recuerdo tanto aquellos niños sabios y dulces y buenos. Sí, cuando
estoy triste vuelvo sobre aquella tierra de cobre, ando las calles polvorientas
de la ciudad de mi amante, ahora tristemente cubierto de tierra suave en el
cementerio. Hubiese tanto querido volver a oír tu voz de tamtam.
sábado, 27 de octubre de 2012
Tomando té
Las manos de Sabina bailan sobre la tetera. Hace un calor
amarillo y espeso. Abdoul dice: “¿Sabíais que Touré ha echado a su esposa de casa?” El té huele a menta y el perfume me sube a la cabeza. Me gusta estar aquí.
“¡He! ¡Algo hizo Touré!” Las risas suben como nubes ligeras y yo cierro los
ojos. Niños nos miran sentados sobre el suelo, apartados y fascinadas sus
miradas, oscuras lunas negras pienso dentro de mi cabeza alegre. “Se largó
con el jefe de la compañía de construcciones, un francés. ¡He! ¡He!” El té hierve en la tetera que es azul como el cielo afuera. “Mais! ¡Si se fue
será porque Touré no le hacia reír en la cama! ¡He!” Sabina me guiña un ojito
travieso mientras añade perlitas de azúcar en la tetera azul, azul como el
resplandor de la mirada de François que no esta, nunca más porque se fue, hace mucho. “¡Pues los Tourés del mundo entero que se
enteren!” exclama Fatou tapándose sus hermosos labios con su mano de color de
arena. Afuera el sol brilla, el cielo baila lentamente, y mi corazón late, feliz.
Pronto beberemos este té de oro en unos pequeñitos vasitos de espeso vidrio. La
vida, a veces, es así de magnifica.
jueves, 25 de octubre de 2012
La importancia de las piedrecitas
Sentado en un banco de un parque el hombre, ya mayor, miraba
con interés una piedrecita que había ido a parar entre sus dos pies, una
piedrecita normal y corriente, oscura, irregular su forma. Parece mentira que
no nos demos cuenta de la importancia de las piedrecitas, pensaba el hombre.
Están aquí desde milenios, son más ancianas que nuestra especie animal y apenas
las miramos. Sin embargo cada piedrecita tiene su propia historia, su destino
casi eterno. Esta, la que el hombre miraba con interés, ¿cuanto tiempo es de su
existencia? Cuantas historias alrededor de la piedrecita oscura entre mis dos
pies, que miro con una especie de fascinación. Claro, claro, a Dingo le gustaba
tanto que le tirase piedrecitas en el aire, él saltaba como un saltimbanqui,
arriba arriba saltaba mi amado perro de orejas puntiagudas y hocico como muy
esnob, mi amado Dingo que corría como una gacela en el campo verde (siempre lo
recuerdo verde) y yo lo miraba como se estudian las más bellas pinturas de este
museo que es la vida misma, corría y sus orejas apuntaban el cielo azul con
unas nubes de miles formas, el campo verde nos rodeaba como una cúpula amable,
yo tirándole piedrecitas que él buscaba como un cazador atento, piedras en el
aire bailaban como bolas de cristal, las patas de Dingo levitaban, su cuerpo
negro flotaba unos segundos en el aire y el tiempo entonces se ralentizaba, yo
veía el brillo de su pelo moverse como algas, con una lentitud acuática,
aquella energía luego se expandía, todo volvía a la normalidad, Dingo corría
como un loco, ladraba con su voz de tenor, y ahora que cosa tan extraña, esta
piedrecita tan común que nadie ve de repente parece un diamante pero deben ser
mis lagrimas que hace que una simple piedrecita cambia de forma y luminosidad
como mismo este corazón mío.
martes, 23 de octubre de 2012
Ciertos lugares de mujer
Brassai |
El recuerdo de abrazos y caricias, de pasiones y deseos, de manos
y piel en una danza suave, besos, pelo revuelto, sonrisas, suspiros. Me
pregunto a veces porque esto, todo esto que pasó sigue presente en mi cuerpo,
como pequeñitas cicatrices y antiguos caminos que tomé y en los cuales viajé
como la gran aventurera que fui, que nunca he parado de ser, que siempre seré,
en mi cuerpo y en mi mente, arriesgándome al equivoco, no pasa nada. Hace mucho
tiempo, pero mucho, amé con misterio y alegría. Como mariposas perdidas y sin
rumbo sus nombres revoletean en mi mente, pidiendo espacio y dirección. Yo solo
recuerdo camas alegres, conversaciones, paseos. Hubo sin embargo otras cosas. Algunos
nombres, que guardo secretamente en una libreta de anotaciones personales: un día
lo quemaré todo, cuando sea luna negra. Sí, quiero sin embargo recordar lo feliz
que fui en medio de tempestades y lo
fuerte que me hice y las pequeñas cosas que entendí. No hay que olvidar que
existe, como el veneno de algunas serpientes, la otra cara, la misteriosa cara oscura y dual
de toda realidad y porque supe ver sus dos lados (y porque me mordieron los dos
lados) ahora, sinceramente, prefiero libros sobre mi cama y mis gatos y mis
perros. Y el silencio de mi habitación ocre y el otoño. Cada mujer es un mundo.
Y en todos estos nuestros mundos caben
lugares para cuentos, historias, leyendas. Los príncipes existen, también los
dragones. Lo que no sabíamos es que somos todo a la vez, que el dragón esta en
nosotras y también el príncipe. Ahora
hemos entendido que podemos decidir como termina la historia, como tiene que
acabar este cuento. Y es por eso que mis recuerdos son mariposas de una gran
belleza pero solo son recuerdos de mariposas fugaces viajando en lugares y
fronteras en mi memoria, marcas, pasajes. La realidad es esta cama vacía, que
he elegido vacía, los libros que me esperan cuando el anochecer se asoma, los
perros que miran en silencio mis paseos nocturnos, mis lecturas difíciles y mis
gatos que deducen de mi ignorancia.
sábado, 13 de octubre de 2012
La Lista
A nuestra edad tenemos historias que contar y experiencias y
memorias de varias vidas, las de nuestras madres y abuelas también, nuestros
antepasados, nuestras familias. En casa las historias sobre la guerra eran mis
preferidas ya que en la mente de mi madre, la contadora, aquellos años fueron una gran aventura llena
de peligros y desafíos. Las contaba siempre como la niña que fue, con inocencia e ingenuidad, casi en una dimensión
de inconciencia. Una de sus historias,
mi preferida, siempre la recuerdo con cierto estremecimiento. Cuenta mi madre
que un día mi abuela, sentada en el gran comedor ya tarde la noche tibia de agosto del 36, oyó como se reunían unos hombres en la casa del lado.
Hablaban fuerte y mi abuela llegó a escuchar la conversación que se tramaba.
Iban nombrando, de una lista, ciertos nombres de habitantes del pueblo, y a
cada nombre le daban una sentencia: no o sí. El no era dejarlo vivo, el sí
ejecutarlo. En un momento dado nombraron a mi abuelo, el farmacéutico. Mi madre,
al llegar a este tramo de la historia, para de hablar durante unos segundos
para dar énfasis a la situación, hacerme ver en este silencio la gravedad de
aquel momento, hacerme sentir que en aquel instante mi abuela se quedó ella
también en un espantoso silencio interior, como en el borde de un precipicio, a
punto de caerse. Mi corazón de niña latía fuerte. Los ojos de mi madre
brillaban de una luz extraña. Los hombres decidieron por el no ya que un farmacéutico
en un pueblo era importante y ya que mi abuelo nunca había hecho política, no
había sido de ningún bando y se había negado a presentarse como alcalde. Esta
historia, que yo siempre pedía a mi madre de contarla, es mi preferida de
todas. Y mi madre terminaba diciendo siempre las mismas palabras: cuando tu
abuela nos contó todo esto al día siguiente, lloraba.
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