sábado, 1 de diciembre de 2012

Las panteras incansables




Siempre había alguien, en casa de Remy, que acababa de llegar desde el Sahel. Remy me los presentaba con una sonrisa en los labios, una sonrisa medio triste medio burlona y me hacia ilusión hablar con ellos aún tan habitados por la esperanza. Yo los llamaba las panteras incansables. Delgados y hambrientos a veces me los volvía a encontrar por las calles rectilíneas  de Montreal, un poco despistados ya no por el cambio sino por el frío. Parecían esqueletos tristes dentro de un abrigo demasiado ancho para ellos. ¿Cómo podían soportar temperaturas de 40 bajo zero? Ellos que eran seres de sol y arena. Seguían con esta  entrañable amabilidad y suavidad en los gestos, con sus andares felinos buscando trabajo,  así que con su tenacidad incansable, sus soledades escondidas detrás de sus risas y sus bromas. Algunos enloquecían, como Boubou de Mali que acabó haciendo pasos de ganso y riendo solo en la estación de autobuses enfrente de pasajeros que lo miraban con indiferencia. Otros ya eran alcohólicos después de tres meses, así de Renaud, del Senegal, pidiendo limosna enfrente de la Universidad. Ahora eran proyectos y alegrías derrotadas en mil pedazos,  promesas irrealizables,  esperanzas vencidas. Remy me aseguraba que de nada servia este dolor que me causaban y lo decía muy serio mientras me preparaba su pollo con arroz e insistía que cada uno tiene su destino ya inscrito en la frente, por la mano de Allah el todo poderoso. Algunas veces, para aligerar mi culpabilidad, me pasaba por la estación de autobuses y hablaba con Boubou un rato, invitándole a un café con un trozo de tarta de azucar que a él tanto le gustaba. Decía incoherencias que yo escuchaba viéndole como si estuviese allá en su tierra de oro, andando cual una pantera bajo el sol y la arena que él había abandonado pensando que el reino estaba aquí, en medio de este gallinero de asfalto y vidrio, en esta prisión de hierro invisible. Ellos ya no eran ni de aquí ni de allá. Eran formas indefinidas en medio de un océano silencioso.


Vas y Vaso


jueves, 29 de noviembre de 2012

El poeta





De vez en cuando Melanie se me acerca como una gatita y me pregunta que le vuelva a contar mi encuentro con Fadil. Y yo siempre empiezo de la misma manera: fue un día de otoño, en casa de Remy. Ahí estaba Fadil, sentado sobre el sofá. Cuando se levantó para ofrecerme su mano me pareció tan guapo, alto y delgado como una jirafa sonriente. Hablamos un poco de todo, literatura, arte africano, política. De pronto me dijo que acababa de terminar su maestría sobre un poeta que murió en las cárceles de Sekou Touré. ¿Y quien era el poeta? me pregunta siempre Melanie. Y yo le contesto: ni idea gatita mía, ni idea. Solo sé que cuando Fadil dijo “y se murió de hambre en las cárceles de Sekou Touré” me enamoré de él, instantáneamente. Fue un flechazo, un relámpago, llámalo como quieras. ¿Te sentiste electrificada? Y yo: sí, Melanie, me sentí electrificada, me sentí abandonada, me sentí ofendida, desesperada, enrabiada con aquellas palabras que Fadil había pronunciado de una voz clara y neta pero que yo oía como detrás de un muro, un muro de vergüenza, un muro de odio, un muro de horror, el muro que había silenciado la voz de un poeta. ¿Y lo amaste muy fuerte? Lo amé con toda una furia que yo mismo desconocía, con todo el amor que de repente yo sentía hacia el poeta que se había muerto de hambre en una celda oscura y asquerosamente humana de una prisión del monstruo llamado Sekou Touré.

martes, 27 de noviembre de 2012

Pequeño recuerdo de oro




Cuando estoy triste recuerdo el Senegal donde fui mujer feliz. Y recuerdo aquellos niños, en la playa de Saint-Louis, antigua capital. Ellos habían venido y rodeaban como pequeños bambis, sonriendo y riendo, me rodeaban de su presencia integra. ¿Por qué has venido hasta aquí? preguntaban. Yo no sabia que decir. Miraba en sus ojos una alegría que era mía, una sabiduría que desconocía totalmente. Sus risas, que eran risas naturales como el canto del mar, me calmaban. Cuando estoy triste los recuerdo, cuerpos oscuros sobre aquella arena de plata. Reían, sus manos tibias bailaban en los aires, suaves y ligeras como libélulas de oro. Los recuerdo tanto aquellos niños sabios y dulces y buenos. Sí, cuando estoy triste vuelvo sobre aquella tierra de cobre, ando las calles polvorientas de la ciudad de mi amante, ahora tristemente cubierto de tierra suave en el cementerio. Hubiese tanto querido volver a oír tu voz de tamtam. 

sábado, 27 de octubre de 2012

Tomando té






Las manos de Sabina bailan sobre la tetera. Hace un calor amarillo y espeso. Abdoul dice: “¿Sabíais que Touré ha echado a su esposa de  casa?” El té huele a menta y el perfume me sube a la cabeza. Me gusta estar aquí. “¡He! ¡Algo hizo Touré!” Las risas suben como nubes ligeras y yo cierro los ojos. Niños nos miran sentados sobre el suelo, apartados y fascinadas sus miradas, oscuras lunas negras pienso dentro de mi cabeza alegre. “Se largó con el jefe de la compañía de construcciones, un francés. ¡He! ¡He!” El té hierve en la tetera que es azul como el cielo afuera. “Mais! ¡Si se fue será porque Touré no le hacia reír en la cama! ¡He!” Sabina me guiña un ojito travieso mientras añade perlitas de azúcar en la tetera azul, azul como el resplandor de la mirada de François que no esta,  nunca más porque se fue, hace mucho. “¡Pues los Tourés del mundo entero que se enteren!” exclama Fatou tapándose sus hermosos labios con su mano de color de arena. Afuera el sol brilla, el cielo baila lentamente, y mi corazón late, feliz. Pronto beberemos este té de oro en unos pequeñitos vasitos de espeso vidrio. La vida, a veces, es así de magnifica.


jueves, 25 de octubre de 2012

La importancia de las piedrecitas





Sentado en un banco de un parque el hombre, ya mayor, miraba con interés una piedrecita que había ido a parar entre sus dos pies, una piedrecita normal y corriente, oscura, irregular su forma. Parece mentira que no nos demos cuenta de la importancia de las piedrecitas, pensaba el hombre. Están aquí desde milenios, son más ancianas que nuestra especie animal y apenas las miramos. Sin embargo cada piedrecita tiene su propia historia, su destino casi eterno. Esta, la que el hombre miraba con interés, ¿cuanto tiempo es de su existencia? Cuantas historias alrededor de la piedrecita oscura entre mis dos pies, que miro con una especie de fascinación. Claro, claro, a Dingo le gustaba tanto que le tirase piedrecitas en el aire, él saltaba como un saltimbanqui, arriba arriba saltaba mi amado perro de orejas puntiagudas y hocico como muy esnob, mi amado Dingo que corría como una gacela en el campo verde (siempre lo recuerdo verde) y yo lo miraba como se estudian las más bellas pinturas de este museo que es la vida misma, corría y sus orejas apuntaban el cielo azul con unas nubes de miles formas, el campo verde nos rodeaba como una cúpula amable, yo tirándole piedrecitas que él buscaba como un cazador atento, piedras en el aire bailaban como bolas de cristal, las patas de Dingo levitaban, su cuerpo negro flotaba unos segundos en el aire y el tiempo entonces se ralentizaba, yo veía el brillo de su pelo moverse como algas, con una lentitud acuática, aquella energía luego se expandía, todo volvía a la normalidad, Dingo corría como un loco, ladraba con su voz de tenor, y ahora que cosa tan extraña, esta piedrecita tan común que nadie ve de repente parece un diamante pero deben ser mis lagrimas que hace que una simple piedrecita cambia de forma y luminosidad como mismo este corazón mío.

martes, 23 de octubre de 2012

Ciertos lugares de mujer

Brassai



El recuerdo de abrazos y caricias, de pasiones y deseos, de manos y piel en una danza suave, besos, pelo revuelto, sonrisas, suspiros. Me pregunto a veces porque esto, todo esto que pasó sigue presente en mi cuerpo, como pequeñitas cicatrices y antiguos caminos que tomé y en los cuales viajé como la gran aventurera que fui, que nunca he parado de ser, que siempre seré, en mi cuerpo y en mi mente, arriesgándome al equivoco, no pasa nada. Hace mucho tiempo, pero mucho, amé con misterio y alegría. Como mariposas perdidas y sin rumbo sus nombres revoletean en mi mente, pidiendo espacio y dirección. Yo solo recuerdo camas alegres, conversaciones, paseos. Hubo sin embargo otras cosas. Algunos nombres, que guardo secretamente en una libreta de anotaciones personales: un día lo quemaré todo, cuando sea luna negra. Sí, quiero sin embargo recordar lo feliz  que fui en medio de tempestades y lo fuerte que me hice y las pequeñas cosas que entendí. No hay que olvidar que existe, como el veneno de algunas serpientes,  la otra cara, la misteriosa cara oscura y dual de toda realidad y porque supe ver sus dos lados (y porque me mordieron los dos lados) ahora, sinceramente, prefiero libros sobre mi cama y mis gatos y mis perros. Y el silencio de mi habitación ocre y el otoño. Cada mujer es un mundo. Y en todos estos nuestros mundos  caben lugares para cuentos, historias, leyendas. Los príncipes existen, también los dragones. Lo que no sabíamos es que somos todo a la vez, que el dragón esta en nosotras y también el  príncipe. Ahora hemos entendido que podemos decidir como termina la historia, como tiene que acabar este cuento. Y es por eso que mis recuerdos son mariposas de una gran belleza pero solo son recuerdos de mariposas fugaces viajando en lugares y fronteras en mi memoria, marcas, pasajes. La realidad es esta cama vacía, que he elegido vacía, los libros que me esperan cuando el anochecer se asoma, los perros que miran en silencio mis paseos nocturnos, mis lecturas difíciles y mis gatos que deducen de mi ignorancia.


sábado, 13 de octubre de 2012

La Lista




A nuestra edad tenemos historias que contar y experiencias y memorias de varias vidas, las de nuestras madres y abuelas también, nuestros antepasados, nuestras familias. En casa las historias sobre la guerra eran mis preferidas ya que en la mente de mi madre, la contadora,  aquellos años fueron una gran aventura llena de peligros y desafíos. Las contaba siempre como la niña que fue,  con inocencia e ingenuidad, casi en una dimensión  de inconciencia. Una de sus historias, mi preferida, siempre la recuerdo con cierto estremecimiento. Cuenta mi madre que un día mi abuela, sentada en el gran comedor ya tarde la noche  tibia de agosto del 36, oyó como se reunían unos hombres en la casa del lado. Hablaban fuerte y mi abuela llegó a escuchar la conversación que se tramaba. Iban nombrando, de una lista, ciertos nombres de habitantes del pueblo, y a cada nombre le daban una sentencia: no o sí. El no era dejarlo vivo, el sí ejecutarlo. En un momento dado nombraron a mi abuelo, el farmacéutico. Mi madre, al llegar a este tramo de la historia, para de hablar durante unos segundos para dar énfasis a la situación, hacerme ver en este silencio la gravedad de aquel momento, hacerme sentir que en aquel instante mi abuela se quedó ella también en un espantoso silencio interior, como en el borde de un precipicio, a punto de caerse. Mi corazón de niña latía fuerte. Los ojos de mi madre brillaban de una luz extraña. Los hombres decidieron por el no ya que un farmacéutico en un pueblo era importante y ya que mi abuelo nunca había hecho política, no había sido de ningún bando y se había negado a presentarse como alcalde. Esta historia, que yo siempre pedía a mi madre de contarla, es mi preferida de todas. Y mi madre terminaba diciendo siempre las mismas palabras: cuando tu abuela nos contó todo esto al día siguiente, lloraba.