miércoles, 22 de abril de 2009

Un dia simple


Hoy es mi cumpleaños y he pensado mucho en mi madre. Ella, quien me dio la vida. Quien me dio la posibilidad de vivir, de crecer, de participar en este magnifico camino.


¿Tantos años ya? Pues si… y tan pocos. El tiempo pasa, corre, vuela.


Me hubiese gustado ir en algún museo en la capital pero no hay suficiente dinero. Tengo lo justo para la gasolina, los tiempos son duros, la crisis es dura. Sin embargo acepto las limitaciones de esta crisis, esto estoy aprendiendo con los años, acepto de vivir con simplicidad. No es fácil, ha habido tiempos mejores y habrán tiempos mejores y peores. Hay que aceptar lo que hay, este instante y solo él.


Este paseo con Laika, en el campo, es un buen regalo que me hago todos los días, y hoy es más precioso. Mirar a Laika correr y bailar sobre la hierva, sobre la piel peluda de este trozo de tierra; los pájaros, pocos, vuelan alrededor espantados por esta perra negra tan energética, este rayo negro que va y viene, este animal tan feliz y tan presente. Si alguien me preguntase quienes son mis Maestros diría sin pensarlo: los perros, mis perros. Ellos me enseñan la naturalidad, la paz, la aceptación del momento presente. Ellos, mis perros, son mis Maestros. Y Montaigne, claro.


Mi madre ya no está, se fue hace 5 años y me dejó sola, sola en este camino que es la vida. Dicen que el amor de los padres por sus hijos es el amor más grande que hay sobre la tierra. El Dalai Lama lo dice. Dice que hay que amar como aman los padres a sus hijos. Con compasión y paciencia, con sabiduría. Y sí, mi madre me amó mucho, mucho. Y yo sigo amando, mucho.


Hay una escena magnifica en la película del gran director de cine Andrei Tarkovski, Solaris, dónde un hijo se arrodilla y abraza, finalmente, a su padre. Pienso en esta película porque hace poco la volví a ver, una gran obra sobre la conciencia humana. Y arrodillarse y abrazar a tus padres es finalmente agradecer esta vida que tienes entre los brazos, este pedazo de tierra bajo tus pies, este sol, este cielo, y todo esto te es ofrecido gracias a tus padres. Y tus padres también son este pedacito de tierra que tus pies rozan, estas piedras más viejas que tus años de vida, estos insectos, este viento, este sol milenario, este cielo cósmico.


Laika salta como una gacela en este día de mi cumpleaños. Vamos andando hacia el pantano, descansaremos un ratito contemplando la vida palpitar bajo el agua verde y viscosa, miraremos con atención el palpitar de la vida de los insectos, de la hierva, del agua misma y luego volveremos tranquilamente a casa, haré un buen fuego en la chimenea, jugaré con Shiva y Zen, mis dos perritos de la pradera, escucharé música, leeré un poquito. Un día simple en un día de mi cumpleaños que acepto lo más simplemente posible.

viernes, 17 de abril de 2009

Tú nunca irás a Paris



Tú nunca irás a Paris.



Esto ha dicho mi hermana y yo he sentido como un latigazo en la cara.



Como es posible que la gente diga estas cosas, pienso. Que hablen sin pensar, que hablen sin pensar en lo que dicen. O que piensen estas cosas y que las digan.



Mi hermana me ofrece su perfil, casi perfecto, su nariz a la Sissy Spaceck, un perfil bien diferente al mío, hasta el punto que de repente me pregunto si realmente somos hermanas. Somos tan diferentes, físicamente y tenemos un carácter tan a lo opuesto. Ella, por ejemplo, es una mujer casi perfecta. Digo casi para no decir totalmente aunque muchas veces lo piense: gana mucho dinero, tiene como esposo un Mr. Right, y cuando se compra un coche lo compra cash. Por otra parte cada verano se va de vacaciones. El año pasado estuvo en Escandinavia, el año antes en la Patagonia y este verano piensan ir a Paris, en el piso de una doctora amiga de mi hermana. De ahí que yo dijese que cuando yo vaya a Paris podría también alquilar dicho piso. Entonces mi hermana ha certificado:



“Tú nunca irás a Paris”.



Me enciendo un cigarrillo mientras reflexiono sobre estas palabras, esta sentencia. Ya que se trata de esto: de una sentencia. Y de una anécdota que dentro de unos meses me hará reír, pero que por ahora casi me hace llorar, lo que no hago y me aguanto las lagrimas, como una gran mujercita, y le pregunto a mi hermana el por qué yo nunca iré a Paris.



“¿Pero que no ves que no puedes? NO tienes dinero y además con todos tus animales y tu marido…”



Y ya estamos en las divisiones y clasificaciones. ¿Cuándo habremos aprendido a dividir y a separar? ¿En la escuela? ¿Mirando la tele, cuando apenas sabíamos leer? ¿En la cuna? Dividir es sentenciar, me dijo un día mi profesor de literatura medieval. Creo que estábamos estudiando a Montaigne. El recuerdo del señor Parc me hace sonreír, cuanta razón tenia el viejo francés. Los racistas también dividen: aquí estoy yo, raza superior, y aquí estás tú, larva. Y los padres también dividen, sin darse cuenta: esta niña es más inteligente que su hermana, y todas las tonterías que los padres hacen sin darse cuenta de las prisiones que están construyendo.



Mi hermana, seria, sigue mirando por la ventana. Se oyen las voces de nuestros maridos que están montando una mesa para la comida ya que el sol está muy fuerte, como un manto amoroso. El perfil de mi hermana me inquieta, me recuerda lo diferente que somos y la incapacidad que siempre he tenido de decirle lo que pensaba de ella, vanidosa y soberbia. Miedos que siempre he sentido porque detrás de ellos siento mi rabia y cuando la rabia aparece también viene acompañada de violencia. Y me da miedo mi propia violencia.



“Sabes, te pediría una cosa: que dejes en paz a mis sueños y que sí, algún día iré a Paris, te lo puedo asegurar.”


No me gustan las sentencias, los estereotipos, y a la vez sé que es inútil cambiar la visión de los otros, solo podemos cambiar nosotros mismos. Y que es importante soñar, este verme en Paris rodeada de inmigrantes de todas partes del mundo, de verme andando bordeando La Seine, o ratón que soy, en alguna librería de segunda mano, y en algún museo y también buscando dónde vivió Colette y sola, sin marido, sin perros ni gatos, sola y libre en París.

miércoles, 8 de abril de 2009

El pequeño Dios de las cosas







Soy camarera de piso no por gusto pero por obligación. Es un trabajo duro, físico. Es un trabajo como cualquier otro y me gusta el horario. Además, trabajar en un hotel es muy entretenido, es como estar en un barco y muchas veces es un barco a la deriva.

Con los años he aprendido algo y es que el trabajo, sea cual sea, es un camino de aprendizaje.

Nunca hablo de esto con nadie, ni con mis compañeras de trabajo ya que ellas solo trabajan para ganar el sueldo y trabajan como en una prisión. Sienten que el trabajo es una cadena.

Mi trabajo es, para mí, una liberación. Y una de las razones de esto es porque soy capaz de ver el pequeño Dios de las cosas.

Tampoco hablo de esto con mi marido, del pequeño Dios de las cosas que hace de mi trabajo un camino muy especial. Mi marido es informático y es muy racional.

El pequeño Dios de las cosas es cuando hago las camas con cariño para que los huéspedes puedan tener una buena noche y se levanten de buen humor. Es fácil, es cuestión de ponerle atención. Atención en los gestos, por muy repetitivos que sean. Cuando el pequeño Dios de las cosas está presente nada es indiferente. Este pequeño Dios es alegría y atención.

Atención y alegría para que mi trabajo sea liberación.

El pequeño Dios de las cosas está en todas partes, en mi trabajo. En estas camas que hago, en el orden que pongo en la habitación, en la sincronía que procuro dejar, cuando cierro la puerta y paso a otra habitación. Sincronía, belleza, orden.

Mi pequeño Dios de las cosas me emociona, entonces puedo trabajar en paz, alegre. Los detalles, por muy insignificantes que parezcan, son suavidad y simplicidad. Me gusta la simplicidad, es reconfortante. Es la base de todo, creo. Es la base de la paz interior.

Simplicidad en lo que ven mis ojos cuando pongo orden en esta habitación de un desconocido. A veces es un libro, que acaricio con cariño cuando quito el polvo de la mesita de noche. Otras veces es una foto que el cliente ha llevado consigo, la foto de un hijo, de una novia, de un esposo. Me emocionan estos objetos que hablan de la vida. Me tocan hasta lo más profundo. Un pijama que pliego con suavidad, unos zapatos que enderezo, un osito de peluche que siento al lado de la almohada y que me habla de la inocencia, unas llaves que suavemente armonizo al lado de unos papeles. Perfumes y cremas de noche, a veces medicamentos, pinta labios, peines. Todo me habla de la vida, gracias al pequeño Dios de las cosas.

Otras veces es la energía de una habitación, que este Dios pequeñito me hace vibrar dentro de mí. Energía sutil que el cliente ha llevado consigo: energía amarilla, como si una luz habitase la habitación, energía gris cuando el cliente no está bien, energía roja, azul, energias inteligentes, otras un poco tristes.

Este pequeño Dios de las cosas no es tan pequeño como parece. Es inmenso, como el Universo. Yo lo vivo como un abrazo. Somos, los humanos, unos seres tan insignificantes frente a este Cosmos tan grande, frente a este abrazo tan grande y bello.

Y sin embargo hay grandeza en esta insignificancia nuestra. Hay majestad, hay palacios. Y todo esto, toda esta vida en lo más esencial e intimo, en lo vital y secreto, todo esto está en el pequeño Dios de las cosas.